FILOSOFIA Y CIENCIA V
Relatos Cortos / 31 octubre, 2018 / Mario GrageraCAPÍTULO 5
-Queridos alumnos como dijo Sócrates y ustedes ya conocen, solo existe un bien: el conocimiento y un mal: la ignorancia. Vamos a ver si os puedo enseñar más conocimientos en el día de hoy, que sería mi loable misión, como la de todos los demás días, ya que tengo el privilegio de intentar cada día iluminar esas incipientes mentes, a las que hay que sacarles brillo. Como también dijo el filósofo ateniense: La verdadera sabiduría está en reconocer la propia ignorancia.
-Sabiendo, como sé, que todos ustedes han leído los textos que les indiqué en días anteriores, sobre las teorías y discursos que se le atribuyen al maestro de Platón. Es preciso abrir el debate, en este caso, sobre un tema que parece de gran valor entre ustedes los jóvenes: La belleza.
-Me gustaría que hiciesen ustedes, en base a lo leído, unas breves valoraciones por escrito para que luego podamos compartirlas. Enfóquenlas hacia nuestra actual sociedad, desposeída de valores. Donde priman los aspectos externos y quedan olvidados en el cajón de los sentidos los posos de lo auténtico.
Leandro consiguió que la clase fuese aún más participativa que en días anteriores, lo que le reportó otra gran satisfacción. Una de sus metas era hacer pensar a sus alumnos para que se alejasen en la medida de lo posible de cualquier síntoma de borreguismo.
Al acabar su hora de clase tuvo una breve charla con alguno de sus alumnos. Fueron compañeros de los tres fallecidos.
No muy lejos de allí, cerca de la Gran Vía, zona en la que solía vivir gente de alto nivel adquisitivo, la oficial Garmendia se encontraba de nuevo en la habitación de la joven Sandra Sayagués, una de las fallecidas en extrañas circunstancias. Consiguió que sus padres la dejasen de nuevo rebuscar entre sus pertenencias y explorar todo tipo de archivos en su ordenador portátil.
Después de varias horas no encontró nada de relevancia, se despidió amablemente de la señora Martín, una madre desolada por la muerte de su única hija. Incapaz de comprender cómo había podido suceder que su hija – en la flor de la vida – como repetía una y otra vez entre sollozos, pudiese haber muerto de esa manera incompresible.
Al bajar a la calle, Lidia la cruzó mirando a su móvil, tenía varias llamadas de compañeros de trabajo. Al llegar a la otra acera, junto al semáforo, paró para llamar a Adolfo Márquez, su inspector, sabía que podía ser importante.
Con la mirada pérdida escuchaba los tonos del teléfono, el inspector no se lo cogía, en ese momento sintió que la estaban observando. Un joven de pelo rizado y barba, de tez oscura, estaba frente a ella en una esquina del edificio del que acababa de salir.
El joven moreno al percatarse de que Garmendia lo había visto, salió corriendo en dirección contraria al lugar en que se encontraba ella. La oficial corrió tras él, sus horas en el gimnasio y en la pista de atletismo del universitario debían de servirle en esos momentos para atrapar al joven que la espiaba.
Llegaron corriendo hasta la Gran Vía, donde el tráfico de vehículos es mayor, el joven saltó por encima de uno de los coches que estaba intentando parar en doble fila. El dueño del vehículo salió del mismo para increparle, justo cuando tropezó con la oficial de policía, que iba tras los pasos del joven de pelo rizado que aumentó su ventaja. Ambos cayeron al suelo y el conductor enojado se incorporó y comenzó a insultar a la policía por haberle empujado. La oficial Garmendia ni se molestó en decirle que era policía corriendo tras un sospechoso, simplemente le golpeó en la cara e hizo que cayese de nuevo al suelo ante la mirada de numerosos transeúntes, algunos fueron a socorrerle para ayudarlo a levantarse de nuevo, otros, los más jóvenes, se reían al ver lo ocurrido.
Lidia corría sin perder de vista a su sospechoso de pelo rizado, deportivas y amplio jersey negro con rayas rojas horizontales. No quería que se le escapase perdiéndose entre la multitud, iba en dirección hacia la Plaza Mayor, sabiendo que a esas horas habría mucha gente entre la que podría pasar desapercibido, y terminaría por perderlo de vista.
Llegó exhausta a la plaza, miró a todas partes, la multitud no la dejaba ver con claridad ese jersey negro con raya rojas que buscaba con ahínco. Finalmente se dio cuenta que lo había perdido. ¡Joder! – exclamó muy enfadada, atrayendo las miradas de mucha gente que pasaba a su lado.
Leandro, el profesor, llegó a su casa satisfecho por su día de clases, que le resultaron de lo más positivas. Había conseguido despertar preguntas a sus alumnos, “nuevos planteamientos, para nuevos caminos de pensamientos”, ensimismado con sus teorías pedagógicas se preparaba un té en la cocina, hasta que la inquietud volvió a su mente, buscó el teléfono móvil en su chaqueta.
-Sí, lo he vuelto a ver, ese hombre me está vigilando. No son imaginaciones mías, sí, sí, el del sombreo de ala ancha, ya no visten así los sacerdotes. Es muy extraño todo esto y estoy asustado, ayúdenme por favor.
-Tranquilo hermano Leandro, intente hacerle sin que se dé cuenta una foto la próxima vez, y averiguaremos de quién se trata. No se preocupe, todos estamos en esto, ya lo sabe – le contestó al otro lado del teléfono su hermano mayor, Federico Grandes, al que conoció en un viaje a Jerusalem, junto a Mara su mujer, hace ya más de cinco años.
Leandro se sentó en su viejo sillón de cuero, encendió la televisión pero no le prestaba atención a lo que estaban emitiendo. Su cabeza se había trasladado a Jerusalem, el viaje que hizo en verano, hacía ya más de cinco años. Allí vivía gran parte de la familia de Mara, y allí conoció la obra y la misión de la Orden por la Paz, los Guerreros de Dios.
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