Amnesia XI
Relatos Cortos / 17 abril, 2019 / Mario Gragera-Lo que no entiendo es que no esté saliendo el caso en la prensa o televisión, y yo siendo linchado públicamente. Parece que hay gente interesada en silenciar todo este asunto – hablo en voz alta dando vueltas por el salón, me tropiezo por cuarta vez con un pliegue de la descolorida alfombra que cubre el viejo suelo de ese terrazo que tan poco me gusta.
Ya han pasado varios días y continúo encerrado en el piso que pusieron a mi disposición para estar a salvo. Los amables policías, que hacen guardia, me aconsejan no salir por miedo a nuevos intentos de acabar con mi vida. De momento les hago caso; aunque no me siento ya seguro en ninguna parte.
Llaman a la puerta, lo que me hace despertar y abandonar mi estado de abstracción consecuencia de las abundantes hipótesis que revolotean dentro de mi cabeza.
Se me alegra el día es Garmendia, no sabía nada de ella hacía días.
-Traigo comida china que he pillado por el camino, ¿te apetece? Tengo hambre y no quiero comer sola – me dice sonriente, gesto que agradezco y no suelo ver en su cara.
–Te acompaño, espera que saco unos platos y cubiertos- le digo amablemente. Ella es lo único positivo que he encontrado en todo este asunto de mierda en el que me veo envuelto. “Envuelto con papel de periódico viejo lleno de grasa y pringue maloliente” – aparto estos pensamientos no sea que se me indigeste el arroz con gambas.
¿Bueno alguna novedad con respecto al caso?- le pregunto a la guapa policía con la que comparto mesa, después de muchos días en los que la única comida que he compartido han sido las migajas de pan que le echaba a las palomas que a veces se posaban en la ventana.
-Pues sí Diego, ahora que estamos solos de nuevo puedo hablarte del camello de Joaquín, que como te dije lo encontramos muerto.
-Se llamaba Santos Ramos Díaz, 29 años, vivía con sus hermanos y llevaba desaparecido varias semanas. Sus hermanos no lo echaron de menos porque eran muy frecuentes sus desapariciones sin dar explicaciones, ya fuese por algún trabajo o simplemente irse de parranda cuando tenía dinero fresco en el bolsillo – me continua explicando Lidia mientras devora su plato de ternera con verduras, es cierto que tenía hambre.
-¿Dónde lo encontraron?
-Pues lo curioso es que llevaba varias semanas sepultado en una casa muy cerca de donde vivía, al parecer estaba haciendo trabajos de reforma en la casa de un vecino que se había marchado a su pueblo natal para dejarlo trabajar sin ser molestado. Este hombre de avanzada edad y un poco desmemoriado al no saber nada de Santos decidió regresar al barrio, a su casa. Lo encontró bajo kilos de escombros dentro de la bañera.
-¿Causa de la muerte? Preguntaba ya con la familiaridad propia de un compañero de comisaría.
-Pues a primera vista presentaba heridas de arma blanca en su abdomen y cuello. Probablemente fue un ajuste de cuentas, suele pasar en estos casos que se acaba debiendo dinero al cabronazo equivocado y pagas por ello.
Le llené de nuevo su copa con el vino tinto que guardaba en la nevera y todavía estaba en buen estado. Acabamos la botella mientras hablamos de temas más anodinos con los que relajarnos y apartar el estado de tensión en el que nos encontramos con demasiada frecuencia, al menos yo.

Poco a poco el estado de confianza entre ella y yo iba en aumento. Supongo que el vino hizo que fuésemos un poco más cariñosos de la cuenta. Después de que Lidia me confesase que llevaba tiempo sola desde su última ruptura, su rostro cambió, volviendo la seriedad a la que normalmente me tenía acostumbrado. En ese momento me hace sentir una especial ternura hacia la mujer que tengo delante de mis ojos, acomodada en el sofá, no veo a una policía veo a una mujer llena de sentimientos encontrados. La beso en los labios – “ahora viene la hostia” pienso justo al separarme de su húmeda boca.
Lo que vino a continuación fue la noche más tórrida de sexo, pasión y ternura que había tenido en años.
A la mañana siguiente bajé a llevarle dos cafés a los policías que hacían guardia en el interior del coche.
-Garmendia estaba muy cansada y le ofrecí mi cama, tengo la espalda molida… jodido sofá- les dije sonriendo intentando que no pensasen más allá de mis palabras, para de alguna manera proteger a Lidia.
En ese momento miran hacia la ventana donde se encuentra la subinspectora que asoma su alborotada melena, lleva mi arrugada camisa. Los dos policías comenzaron a reír, Garmendia les obsequió con su dedo corazón en alto.
Al ver la situación agacho la cabeza y subo, con paso rápido, hacia el piso. Voy a la pequeña cocina abierta donde encuentro a mi bella de pelos alborotados bebiendo un café, intento darle un beso de buenos días, pero no encuentro la respuesta cariñosa que espero, su rostro serio me hace pensar que se arrepiente de lo ocurrido.
Suena su teléfono. Lidia se mueve deprisa hacia la habitación y busca su móvil entre sus ropas que están encima de una pequeña silla de madera, junto a un mueble de madera contrachapada años ochenta, sin apenas brillo que por otro lado se agradece.
-¡Dónde coño está el puto teléfono!…Sí, dime…- Su gesto serio se torna aun más al escuchar lo que le están contando al otro lado de la línea.

Lidia cuelga y se va hacia la ventana, mientras bebe su café observa las horrorosas vistas, viejos edificios a cada cual más deslucido.

-Muy seria te has quedado ¿algo malo?- interrumpo su momento de contemplación.
-Han encontrado restos en la ropa del camello de la droga que te comenté, el derivado de la metilendioxipirovalerona. La misma que hizo que tus amigos probablemente perdiesen el juicio y se matasen unos a otros.
-La hipótesis del ajuste de cuentas se acaba de esfumar. Eliminar cabos sueltos diría yo…
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