Despierto a la hora de costumbre, apenas he dormido a consecuencia de miles de miedos que me tuvieron en vilo bajo las mantas. Un poco antes de las ocho de la mañana me dirijo hacia la sala comedor para encontrarme con el «magnífico» desayuno de todos los días, camino totalmente somnoliento y algo desorientado.

Después desayunar pude reponer energías que falta me hacía. Cruzo el patio y me topo con la peluquería, me resulta curioso que aparte de gimnasio y talleres tuviesen servicio de corte de pelos y barba. Me asomo al interior, no veo a nadie. La curiosidad me distrajo, no me había dado cuenta de que me estaban siguiendo. Oigo la puerta que se cierra tras de mí.

De repente noto un pinchazo en mi espalda lo que provoca que me gire con brusquedad, y una de mis manos, sin querer y con violencia, golpea el brazo de mi agresor que sujetaba una especie de pincho, lo que hace que se le caiga el arma de las manos.

Intenta sujetarme del brazo, yo hago todo tipo de aspavientos con mis manos para zafarme, a modo de chino aprendiz de Kung Fu. Tengo la suerte de que mi atacante resbala y cae. Ni tan siquiera paro un instante para ver quién es mi “compañero” asesino, salgo corriendo como un endemoniado en dirección a los “bunkers” donde habitualmente hay funcionarios de uniforme que vigilan el módulo.

No sé cómo, acabo en uno de los talleres para hacer trabajos y manualidades con las que nos tienen entretenidos, me escondo detrás de una pila de cajas y estanterías que aparcan en un rincón de la sala a oscuras. Oigo hablar en voz baja, veo las sombras de dos personas que me buscan para matarme, el miedo me paraliza de pies a cabeza. Aprieto con fuerza mis dientes, la desesperación que siento no me ayuda a salir de aquella situación. He de pensar cómo salir de allí sin ser visto, y dirigirme al lugar en que los funcionarios están trabajando, para que me protejan de mis verdugos, que visten con monos oscuros y zapatillas blancas, es lo único que logro distinguir, apenas veo sus rostros en la oscuridad.

Cuando justo los oigo delante de la estantería que me protege, saco fuerzas de mis entrañas rabiosas y consigo que la pesada estantería caiga sobre ellos, lo que me permite salir a toda prisa de aquella sala a oscuras. Oigo las voces,  a mi espalda, maldiciéndome.

-¡Hijo de puta, estás muerto!- me grita una voz que surge desde la oscuridad, al final de la sala taller – me ha caído en toda la puta pierna ¡coño ayúdame!- uno de ellos obliga su acompañante a socorrerle, lo que me da cierta ventaja para escapar.  

Grito como un loco, mientras corro hacia los pasillos que llevan a una de las oficinas de los carceleros. Uno de los guardias abre la puerta de hierro con rejas y se acercan con cara de pocos amigos

Grito como un loco, mientras corro hacia los pasillos que llevan a una de las dependencias de los carceleros. Uno de los guardias abre la puerta de hierro con rejas, la llaman “rastrillo”, se acercan con cara de pocos amigos.

-¡Me quieren matar! – Grito a mis guardianes totalmente fuera de mí, cojo por solapa del uniforme a uno de los carceleros que estaba próximo a mí, acto que repito varias veces sin darme cuenta. Acabo golpeado en el suelo, casi pierdo el conocimiento. Al poco tiempo, me veo en mi celda, dentro del módulo, tumbado en la cama boca abajo, babeando como un niño pequeño. Siento que tengo un escozor en mi espalda, me toco y compruebo que es causa de una pequeña herida, he tenido suerte.

Decido no salir de mi celda en todo el día, les explico a mis carceleros lo que ha ocurrido y parece que no me toman en serio. No me permiten permanecer en mi celda, es frustrante. Debo continuar con las rutinas del día. Intento pasar desapercibido hasta la hora de la comida. A las 13.30 horas vuelvo a mi celda hasta las 16:30 en la que te obligan a salir de nuevo de tu “cueva”, es a las 20:30, después de la cena, cuando de nuevo puedo resguardarme en mi “palacio” de escasos metros, puerta de hierro, y mirilla con tapadera de forma cuadrada de unos cinco centímetros que solo se puede abrirse desde fuera.

Amanezco al día siguiente enredado entre las sábanas, he debido tener mil pesadillas.

Por más que intento convencerme de que debe haber algún error, y me han tomado por otro, no lo consigo. Alguien me quiere muerto, pero por qué, no tengo la respuesta. Yo no he matado a nadie, nunca he perjudicado a nadie, que yo recuerde, como para buscarme  enemigos. Soy un simple periodista que nunca se ha metido en asuntos peligrosos hasta donde alcanza mi maltrecha memoria.

Hago un ímprobo ejercicio de recuperación de sucesos. Buscar algo en mi memoria que pudiese haber hecho en el pasado reciente para que ahora mi vida estuviese en juego.

Intento recordar mi encuentro con Emma en el Ayuntamiento, mi conversación con ella. No logro recordar nada relevante, fue una conversación del todo informal y anodina, más parecida a una charla de ascensor.

Me viene a la mente la fotografía en la que aparece el extraño del bigote dándole un sobre y hablándole al oído. Estoy convencido de que hay que seguir la pista de ese sujeto, que tan poco casaba con el resto de los invitados a aquel acto altruista. Seguir esa pista puede que fuese un callejón sin salida, pero era lo único a lo que agarrarme en aquella situación.

Las cada vez más ansiadas ganas de investigar me conducían de nuevo al camino de la desesperación. Al ver los barrotes de mi celda, la impotencia aparece de nuevo como una corriente mal oliente de aire caliente. Mi enfado va en aumento y termino golpeando la pared con mis nudillos lo que me produce un fuerte dolor, y otro enfado aun mayor, esta vez a causa de mi estupidez.

Permanezco durante un buen lapso de tiempo con mi mente viajando a toda velocidad, buscando algo que me ayude a encontrar respuestas para todo aquel disparate que me mantenía en cautiverio.

La voz de uno de los funcionarios que se acerca a mi celda me rescata de mi estado de recogimiento mental.

-¿

-¿Diego Marcial?

-Sí

-Acompáñeme- me dice muy serio.

El miedo me hace dudar de si debo salir o no de mi celda, pero no tengo otra opción. Camino por los pasillos del módulo en el que me tienen encerrado, miro a todas partes. Pregunto con insistencia al funcionario qué ocurre pero no me dice nada, se limita a caminar delante de mí ofreciéndome su fea cabeza rapada escasa de pelos.

Me conduce al departamento de ingresos, me identifico ante otro funcionario. Al cabo de un corto espacio de tiempo que se me hace eterno, dos funcionarios me piden que les acompañe y me dejan justo en la puerta de la prisión. Me felicitan y me desean suerte.

-¡Soy libre!


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