Ataulfo Loncheado Gamuso

Vividor

 

Ataulfo parece que murió antes de nacer por pereza. A su madre nunca conoció por no levantarse de la cama.

No contento con estas proezas decidió escapar de casa a la edad de 6 años, no fue solo, convenció a una vecina para que lo llevase a Orihuela; oyó que allí habría buen porvenir y por llegar…por llegar tarde a casa de otra vecina de Orihuela lo internaron en un colegio de curas.

Estuvo diez años en ese colegio, y fue hostiado cada día. Así aprendió letras y números. Nunca le gustó estudiar, ni mucho menos trabajar.

A la edad de 19 años comprendió que para ganarse la vida debía buscar a personas y animales que lo cuidasen, y de los que se pudiese aprovechar.

Un buen día soleado de mayo salió a la puerta del colegio y vio como pasaba un señor en un carro, no se lo pensó tres veces, sino cuatro, y montó en la parte trasera de la carreta. El dueño del carricoche no se percató de su presencia hasta bien entrado 1997.

El dueño del viejo carruaje dejó que lo acompañase por los pueblos, que visitaba para vender sus legumbres. Ataulfo le ayudaba en todo aquello que podía a cambio de comida y alojamiento. Normalmente dormía bajo el carro y comía raíces y plantas.

En la verbena de San Cenutrio del Mar conoció a Jacinta Juanola Pérez Martínez. Vio que le guiñaba un ojo y la sacó a bailar. Años más tarde se dio cuenta de que era tuerta.

Ella se enamoró loca y perdidamente del desventurado de Ataulfo. Aunque sabía que su amor tenía menos porvenir que un escarabajo zombi en Wall Street, intentó que aprendiese un oficio. Varios años estuvo pretendiendo que faenase en las tierras de su abuelo, pero al acabar cada jornada siempre lo encontraba vagueando, tumbado a la sombra de alguna encina, o acostado sobre la vieja mobilette de su tío.

Un lluvioso día de abril, cansada de contemplar años de tanta pereza y desgana, Jacinta Juanola sacó la escopeta de cartuchos de su abuelo, la cargó, y a perdigonazos lo despidió para siempre al vago de su amado.

Ataulfo huyó hasta la ciudad. Allí pasó varios meses viviendo en la calle, pedía limosna y robaba a otros indigentes.

 

 

Al ver un espectáculo de marionetas, pensó que ya era hora de sentar la cabeza y labrarse un futuro prometedor. Montó su propio teatro de marionetas.

Disecó varias sardinas a las que le colocó barbas, las sujetó con cuerdas finas de esparto que a su vez ató a maderas para que colgasen graciosamente. Así recorrió las varias plazas de la ciudad intentando entretener a los niños cuando salían del colegio, para así sacarles los cuartos a las madres que cotorreaban con las amigas entre acto y acto.

Los infantes no comprendían la verdadera dimensión de su espectáculo vanguardista. Normalmente acababan abucheando y escupiendo a las sardinas artistas.

Ataulfo conoció a una joven cantante de copla y dependienta de una verdulería, un día mientras ensayaba una nueva obra de teatro para sardinas, que él mismo había escrito, se había convertido en dramaturgo sardinero.

 

 

No sin traza y maña conquistó el solitario corazón de la joven Maria Luisa Reluenga. Al poco ya vivía con ella en un pequeño piso del barrio de San Pazguato de Siles, que heredó de su abuelo “el roñoso”, como se le conocía por los lugareños de casas de números impares y prostíbulos.

Cada vez que ella salía a trabajar, Ataulfo sisaba todo el dinero que podía. El suficiente para que ella se no se diese cuenta, por ser alma cándida y de confiada naturaleza. Él, la convenció para que lo dejase en casa escribiendo obras de teatro, decía ser un importante e incomprendido dramaturgo, que algún día los que ahora le daban la espalda le encomiarían para comer a sus mesas.

Maria Luisa al ver una sardina aplastada en un libro, propiedad de su novio, se convenció y comprendió la historia y el arte de Ataulfo, por lo que le estuvo manteniendo durante los siguientes diez años para que terminase la inacabada, y por otra parte, nunca comenzada obra maestra de teatro.

Su afortunada vida de prestado acabaría al perder a su amada y protectora. Maria Luisa sufrió un aparatoso accidente de tráfico al chocar contra un camión que transportaba cochinos. Ataulfo, cuando llegó al lugar del accidente y comprendió lo sucedido, lloró desconsolado y cargó al hombro uno de los cochinos fallecido a causa del tremendo golpe para llevarlo a casa.

Todos en el barrio recordarían por los años la triste imagen de Ataulfo, andando desconsolado entre llantos y el cochino cargado al hombro.

Al poco tiempo, “el roñoso” abuelo de la fallecida, cansado del aprovechamiento sin miramientos, lo echó a patadas del piso en que vivía, y vagó de nuevo por las calles robando a indigentes.

Con la llegada del frio invierno, Ataulfo apareció congelado dentro de una caja, abrazado a una sardina.

 


No hay comentarios hasta ahora.

Deja una respuesta

Su dirección de correo electrónico no será publicada. El campo del sitio web es opcional.

COMENTARIOCOMENTARIO
Tu NombreTu Nombre
EmailEmail
WEBSITEWEBSITE