
Bartolomé Saltamulfos Realejos (químico)
Biografias / 19 marzo, 2020 / Mario GrageraBartolomé o Bartolomá como se le conocía en su pueblo, Hornachuelos de Sembranillos en la provincia de Córdoba, nació siendo un bebé varón, lo comprobaron al encontrarle el pene que vino con vueltas hacia atrás. Pesó 5 kilos y 87 gramos aproximadamente, no fue posible mayor precisión ya que la pesa para melones no estaba bien calibrada en esas fechas.
Creció en familia humilde dedicada a las labores agrícolas, además, su sacrificada madre, el poco tiempo que sacaba después de atender las labores de la casa y cuidar de él y de sus seis hermanos, lo dedicaba a ir por las casas de las vecinas a contarles cotilleos a cambio de pastel de carne y puñados de café.
A la edad de ocho años Bartolomá ya demostraba ser un niño muy curioso. Un mal día mientras jugaba en la cocina con una vieja pelota hecha de trapos y piel de liebre golpeó varios tarros, en los que su madre guardaba el café molido y plantas también molidas, especies para guisos recogidas en el campo.
Cogió varios puñados y se fue al corralón, al lado de su casa, también hogar de sus padres y hermanos. Apartó a varias de las gallinas que su padre allí guardaba, y en medio del suelo lleno de paja soltó todos esos pequeños puñados molidos, y vertió sobre ellos un poco de acido de la batería del antiguo y estropeado tractor de su padre, junto con triperóxido de triacetona que siempre solía llevar en uno de los bolsillos de su pantalón corto y mugriento. Costumbre muy arraigada entre los niños de aquella población en esos años.
Le arrimó a aquel montón de polvos una vela encendida atada a una vara de tres metros y la explosión se oyó en todo el pueblo. Por suerte Bartolo se había protegido bien atándose varias gallinas a su alrededor con cuerdas de esparto. Estuvieron comiendo gallina en casa durante un mes.
El maestro de la escuela a la que iba Bartolomé observó que era un niño muy inquieto y curioso, además de inteligente y más cabrón que un gallo viejo. Le recomendó a sus padres que lo internasen en un colegio de curas de la capital, para que allí lo enseñaran mejor y recibiese una mejor disciplina, para de esta manera seguir progresando en sus estudios.
Por suerte allí conoció al padre Caromonte, un apasionado de las ciencias, de la física y química.
El padre Caromonte, que a veces hacia de madre cuando se equivocaba y en lugar de la sotana se ponía un vestido de flores de su hermana la soltera; se encariñó desde un principio de Bartolo. Al comprobar que el muchacho tenía buenas dotes para aprender química le regaló un juego de matraces, tubos de ensayos, además de espirales y rodajas de chorizo de matanza en forma de tubo.
Entre experimento y experimento solía obsequiarle con piedras de bonitos colores que recogía por el bosque. Al chico no le gustaba la gemología tanto como la química, por lo que solía apedrear al cura con aquellas piedras que el cura le regalaba con ilusión, para que luego su hermana soltera curase los chichones. Aquello al padre Caromonte la causaba cierta gracia, y casi siempre entre chichón y chichón exclamaba: ¡Jodido niño, saliste del culo de Belcebú!
Acabó sus estudios de bachillerato y emprendió camino hacia la Universidad. En el transcurso de su primer viaje para tramitar la matrícula en la facultad de ciencias, conoció a Won Chi Fu, un chino muy sonriente que luego fue su mentor. Bartolomé se fijó en el asiático al ver que se colocaba unas pajitas en las fosas nasales y echaba humo por ellas, un humo muy denso. Hablaron durante las horas que el viaje en autobús duró, más de seis. Ambos descubrieron que su pasión por la química no tenía límites. Las risas, los interesantes descubrimientos que el chino le contó y algunas ventosidades de ambos, fueron los cimientos de una amistad fuerte y duradera, más dura que la tapa de un váter.
Won Chi Fu lo convenció para que fuese a su casa y dejase de momento el asunto de matricularse en la universidad. En su casa el chino tenía un laboratorio con todo tipo de artilugios y máquinas, lo que hechizó y maravilló a Bartolomé.
Fueron años de convivencia y experimentos con ranas, lagartos y murciélagos de Murcia entre otros animales de laboratorio.
Comenzaron a desarrollar varias vacunas para curar enfermedades, pero en realidad eran tan torpes que lo que creaban no era otra cosa que virus más o menos peligrosos.
Inyectaron a una vieja lechuza una vacuna para lo que ellos pensaron que curaría la gripe gallinácea. La lechuza acabó dando vueltas como una pirindola durante cinco minutos hasta que cayó fulminada. La enterraron en la misma tumba que el gato y el perro a los que asesinaron días atrás.
Cincuenta… o tres años después, no está del todo claro, el gobierno chino encargó a todos los científicos disponibles en ese momento que eran cuatro o cinco y a Won Chi Fu que pasaba por el pasillo correcto en el momento indicado, que investigasen para conseguir una vacuna para acabar con el denominado “virus piruleto”. Este virus atacaba sin compasión ni remilgos a los hombres con “genitales recolgones”, una enfermedad muy extendida entre la población de las zonas rurales de la china septentrional y de más abajo también.
Won Chi Fu, junto con su avezado aprendiz Bartolomé Saltamulfos, pusieron manos a la obra entres matraces, máquinas centrifugadoras, tubos de cristal, tablas de planchar y pipas de agua. Después de varios meses de encierro en el laboratorio no consiguieron crear ninguna vacuna, es por esta razón, y no otra más estúpida, por lo que decidieron usar la vacuna para curar la carraspera del gallo mejicano, aunque lo que realmente consiguieron fue una castración química.
Mandaron al gobierno chino esa vacuna sanadora, Won Chi Fu les aseguró el total éxito. Los científicos chinos encargados del proyecto lo probarían con pacientes de “genitales recolgones” voluntarios.
Después de varias semanas de pruebas clínicas con pacientes voluntarios, los resultados fueron muy desconcertantes y asombrosos.
De los diez voluntarios, a uno se le encogió el saco escrotal y el pene se le enroscó a modo de matasuegras.
A otro le creció una pequeña joroba a ambos lados de las ingles. Al resto se le llenaron las uñas de mugre de tanto rascarse los genitales. Otro voluntario además de tener roña en las uñas le cambió la voz, pasando de barítono a soprano.
Para finalizar con los experimentos, advirtieron que el voluntario que se ofreció en última instancia por llegar tarde, sus ojos le habían cambiado de color y aumentado de tamaño. Luego comprobaron que era rumano.
Won Chi Fu y Bartolomé Saltamulfos fueron encarcelados por sus delitos contra la salud. Actualmente cumplen condena en la prisión de Qincheng.
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