Hugo Reismen pudo aquella soleada mañana, no muy fría, dar un paseo por los jardines, pudo contemplar el revoloteo de los pájaros por encima de los árboles: cedros, alcornoques, castaños, limoneros y con gran olivo en el centro de la verde zona, rodeada de setos bien cuidados que formaban figuras geométricas hechas por el bueno de Aurelio Santos, el experimentado jardinero que cuidaba de toda aquella bella zona los días impares. El césped olía a hierba recién cortada lo que embelesaba aún más al anciano con apariencia de hombre cincuentón.

 

 

 

Encarna Sánchez tenía el turno de mañana ese día, y aprovechó la ausencia de Reismen para hacer una limpieza a fondo de la habitación.

Pudo observar desde la ventana a Hugo Reismen hablando con el doctor Uribe en el medio del jardín junto a uno de los castaños, miraban hacia arriba. El señor Reismen apuntaba con su mano derecha, alzada, al cielo, parecía mostrarle algo al buen doctor.

De repente una sonora carcajada de nuevo atrajo la mirada de Encarna hacia los dos hombres que charlaban en el jardín, Reisman reía de manera ostentosa, casi teatral, mientras el doctor ni tan siquiera sonreía, lo miraba serio.

La encargada de las labores de limpieza acabó sus tareas, recogió las sábanas y toallas usadas y salió de la habitación, le dolían los pies lo suficiente para pensar en acabar el resto de trabajos pendientes lo antes posible, y recoger la compra que dejó en casa de Tadeo, el dueño del pequeño comercio que había en una de las callejuelas que accedía a la plaza del pueblo, Brijuega de la Granja, la pequeña población a dos kilómetros de la casona, “centro de reposo, donde se curaban los males de las gentes de buenas familias”, como solía denominar Reismen a aquel lugar, donde se sentía recluido.

Entrada la tarde, y después de un largo café en el comedor, dio por terminada la charla Reismen.

– Bueno mis queridos amigos y aquejados, os dejo para que podáis comenzar vuestra partida de cartas, el mus no entiende de otras charlas, que más parezco un abuelo y sus batallas que hombre de renovados cometidos, voy a mis quehaceres en la habitación que me cobija.

Se despidió del resto de pacientes dolientes, alza la mano girándola de un lado a otro mientras sube las escaleras que le conducen hasta su habitación en la primera planta.

Jerónimo llamó a la puerta con golpes suaves.

– Señor Resimen le traigo sus gafas de sol, se las dejó en la mesa del comedor por descuido – le habla a un distraído Hugo, que escribe en un cuaderno que apoyaba en el pequeño escritorio junto al armario de espaldas a la ventana.

– Muchas gracias cada vez ando más desmemoriado y distraído, déjelas si es tan amable encima de la mesilla junto a la cama – contesta sin apartar la mirada del cuaderno en el que escribe.

Cuando Jerónimo se disponía a abandonar la habitación le frena la voz del señor Reismen.

– ¿Jerónimo, le he hablado en alguna ocasión de Clara Montes? Fue la primera mujer de su promoción en la academia militar, llegó a ser capitana y se rumoreaba en esa época, en la que nos conocimos, que trabajaba para la inteligencia del país, asuntos de espías, altos y secretos vuelos. Nos presentó su hermana pequeña a la que daba clases de latín. Sí, también hice las veces de profesor unos años en los que debía dinero y necesitaba hacer todo tipo de trabajos remunerados. Pero eso es otra historia que si el tiempo lo permite y tienes el gusto de escucharme le contaré más adelante.

– Le escucho señor Reismen, ando bien de tiempo ya acabé mi turno – le contesta un sonriente Jerónimo, mientras se toca con disimulo el pequeño auricular que escondido en el interior su oreja izquierda, que le permite escuchar a la voz que le habla desde el otro lado del cristal espejo.

– Clara era una mujer seria, pero eso no era impedimento alguno para el divertimento. Ella, era muy ardiente y apasionada en todo lo que hacía, no aceptaba un no por respuesta, tres noes bastaron para que lo comprobase.

– He de reconocer que sus juegos amatorios fueron totalmente cautivadores; desde sus fríos besos hasta sus rápidas caricias me trasladaban a un extraño estado de excitación inusitada. Pasamos unos meses muy entretenidos en aquella vieja habitación de hotel en donde ella se hospedaba durante una de… sus… digamos, misiones en la ciudad – Hugo permanece durante unos instantes en silencio, a la vez que dirige su mirada hacia el cuaderno que vuelve abrir. Luego continúa hablando, esta vez, su vista puesta en el siempre atento Jerónimo.

– Una buena mañana, después de un copioso desayuno, una llamada al teléfono lo terminó todo, la vi con el rostro muy serio a los pocos minutos de escuchar por el auricular. Se despidió con otro de sus fríos besos y marchó hacia Moscú. No volví a verla nunca más y apenas recuerdo la última conversación que mantuve con ella, por teléfono, hará unos años. Ya no sé si muchos o pocos – dicho esto Hugo permaneció en silencio con la mirada perdida.

Jerónimo no tuvo más remedio que abandonar la habitación, sabía cuándo sobraba y Reismen necesitaba de su soledad, a pesar de las indicaciones que recibía a través de su auricular.

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El doctor Uribe apareció ahorcado de una de las ramas más altas del viejo olivo a la mañana siguiente.

 

 


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