El aviso del Sol (VI)
Relatos Cortos / 5 agosto, 2020 / Mario Gragera– Más de siete personas tenemos asignadas a este proyecto; están investigando a esa tal Sara Lesmes con los pocos datos que nos han proporcionado desde la casa objeto. – Jorge Llanes, otro mando intermedio al servicio directo del Centro Nacional de Inteligencia, le traslada el parte del día a su superior, una vez dentro de su despacho. Estas oficinas se encuentran en el interior de la planta cuarta del edificio Carlos I de la capital. Oficinas destinadas a dar apoyo al Ministerio del Interior, bajo las siglas de una empresa privada que sirve como tapadera.
– Los americanos me tienen frito el cerebro, me dicen que no avanzamos una mierda – le contesta el hombre de pelo gris bien peinado, mientras se acomoda echando su espada hacia atrás y la apoya en el respaldo de su sillón giratorio de cuero negro. – Ya no sé si todo esto es otra pérdida de tiempo y recursos. Si no viniese de donde viene y de quién viene me tomaría todo este asunto como una estúpida broma – continúa hablando a su atento subordinado, al mismo tiempo lanza el bolígrafo que acababa de coger contra la mesa.
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– Buenos días señor Reismen, siéntese por favor – el nuevo doctor, Jaime Cabezuela, esa mañana había citado en su despacho a Hugo para una conversación informal, con la finalidad de darse a conocer.
– Señor Jaime Cabezuela, es un placer conocerle, me han dicho que es usted un experimentado doctor en psiquiatría. Además del gusto por temas oscuros e intrincados de las mentes más retorcidas e inescrutables – le contesta Hugo Reisman, sonriente al tiempo que le estrecha la mano.
El despacho del nuevo doctor reclutado para la misión había sido previamente reformado, y otro espejo encastrado en una de las paredes recién pintadas de un blanco luminoso sirve de ventana para la observación de las sombras que vigilan constantemente.
Después de varios minutos de una anodina charla, entre el doctor y su paciente, se despiden amigablemente quedando Hugo emplazado para su nueva cita, ya formal, para el lunes de la semana siguiente.
– ¿A que ha venido eso? – Le dicen al doctor desde un micrófono la voz suena en un pequeño altavoz que está colocado encima de su mesa, delante de unos libros apilados.
– Debe habérselo imaginado, tampoco es difícil de deducir que nos interesemos debido a nuestra profesión por las mentes difíciles – contesta algo nervioso el doctor, poco acostumbrado a este tipo de situación.
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– Hombre Amigo Jerónimo, ya echaba de menos la visita – Sonríe Hugo a su cuidador.
– Sí, hoy he tenido tarea doble y me he retrasado… pero descuide que quito y pongo en un periquete a golpe de juanete, que decía mi abuela que en gloria esté.
– No hay ninguna prisa, como siempre le digo el tiempo aquí transcurre despacio, es afuera donde las prisas de los demás hacen girar las ruedas y manecillas a más velocidad – le dice a un diligente Jerónimo, que recoge las sábanas para llévaselas a lavar, echándolas en un cesto con ruedas.
– Le noto algo acelerado, siéntese usted en esa silla y así le hablo de otra gran mujer a la que tuve la suerte de conocer y gozar de sus encantos más preciados y de los que pocos pudieron disfrutar. – Se acercó de nuevo a la ventana y perdió su mirada en el exterior. – Yolanda Blázquez Molina, hija de familia acomodada. Sus ancestros emigraron al nuevo continente, y allí, como a otros les ocurrió que buscaron fortuna, la encontraron con mucho esfuerzo. Las malas lenguas contaban de su abuela que era bruja o maga, y que podía causarte dichas y desdichas con tan solo una mirada. Yolanda debió heredar esa mirada y sus habilidades porque fue con ella cuando más miedo y alegrías pude sentir. Se decía que su abuela de pequeña se perdió por la salvaje selva y convivió durante años, hasta que de nuevo la encontraron, con una extraña tribu indígena que hablaban con los dioses.
Hugo permaneció en silencio durante unos instantes… cabizbajo. Jerónimo lo mira atentamente y guarda en el bolsillo de su blanca camisa el auricular que tenía en el oído, no escuchaba bien las instrucciones que recibía de las sombras que vigilan, un pitido agudo sacudía su oreja izquierda hasta que decidió quitárselo con disimulo.
– Realmente amé esa mujer con la misma pasión que ella a mí. De alta y esbelta figura, de firmes pasos al andar, parecía que hacía bajar los ojos a todo aquel que le intentaba sostener la mirada. Tenía la tez pálida, mejillas sonrosadas, labios carnosos que pintaba de rojo carmín, dientes blancos y perfectos que asomaban con realeza en cada una de sus sonrisas, y sus profundos ojos azules, su brillo te hipnotizaba al sumergirte en ellos. Fueron varios años muy felices hasta que ocurrió aquella desgracia – dijo muy serio Reismen, de repente una lágrima cayó lentamente por su mejilla, Jerónimo nunca antes lo había visto tan triste.
– ¿Qué ocurrió señor Reismen? Si es que quiere contármelo, lo veo muy triste – le dice Jerónimo con la voz entrecortada. En ese momento no le importaba actuar con la finalidad de sacar información para sus jefes, realmente le importaba aquel anciano con aspecto de cincuentón, se interesaba por su bienestar y no le gustó verlo tan triste.
– Fue una noche de excesos que se nos fue de las manos, una fiesta con amigos.
Yolanda reía y bailaba con una gracia natural – continuó hablando con la voz en un tono más grave de lo habitual – me tenía totalmente a su merced. De repente se acercó y me besó como una pasión desbordada, en ese momento sentí un fuerte latido y un latigazo, una especie de descarga eléctrica que atravesó mi corazón, caí casi fulminado en el salón de la casa de uno de nuestros amigos. Aún semiconsciente podía escuchar como las risas cambiaron por gritos y llantos de desesperación. Yolanda, muy seria, se arrodilló y sujetó mi cabeza con una mano mientras con la otra agarró mi mano derecha con fuerza, su rostro se iluminó, sus mejillas enrojecieron y brillaron, noté como si alguna extraña fuerza vital inundara todo mi ser desde la cabeza hasta los pies, sé que esa misteriosa fuerza emanaba de ella, no podría explicarlo de una manera racional. Me la transmitió a través de su mano, la que sostenía con fuerza la mía.Al poco tiempo me sentí como nuevo…
Todas las sombras tras el espejo permanecieron inmóviles durante unos minutos sin hablar.
– El superior al mando dio un golpe en la mesa. – ¡La tenemos, es ella!
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