
Mi puñetera oreja izquierda 6
Relatos Cortos / 26 junio, 2019 / Mario GrageraAcostumbro a cerrar las persianas de todas las ventanas, no me gusta que el sol entre sin pedir permiso y me ciegue, pero el cansancio que la aventura introdujo en mi cuerpo hizo que me olvidase. Las blancas paredes iluminaban todas las estancias, lo que ayudó a un temprano despertar. Alicia pasó la noche acompañando a Morfeo en mi mullida cama, y yo en el viejo sofá lo que me produjo un quebrar de huesos considerable. Mi nueva huésped tenía preparado un buen desayuno, compuesto por fruta, un raro batido color verde (preferí no preguntar de que estaba hecho) y unas tostadas de la mermelada que sustraje del supermercado.
Pasamos la mañana, después de dar cuenta del completo desayuno, paseando por el barrio. Alicia no dejaba de preguntarme por las gentes que a nuestro paso nos vamos encontrando, quienes son, sus costumbres, sus historias… A cada respuesta, ella me devolvía una sonrisa. Le hablé de Torcuato, el frutero bizco, que a la mínima que te descuidases te metía en la bolsa alguna pieza de más. Saludamos a Remigia, la pescadera, muy simpática siempre conmigo, ahora con el ánimo algo decaído, debido a la reciente muerte de su abuelo que le hacía los repartos cuando la gota lo dejaba.

De repente la permanente sonrisa de Alicia desaparece cuando se tropieza con Servando, el vecino de abajo, ya iba en su normal estado de ebriedad camino de su casa. Mi compañera de paseo giró la cabeza, se dio media vuelta, y permaneció durante unos instantes parada, mirando el caminar del desgarbado vecino.
-Ya me cansé de tanto paseo, Jaime vayámonos al piso sino te importa – me pide con esos ojos azules y cara de niña buena, a lo que no puedo negarme.
Llegamos de nuevo a mi pequeño apartamento, yo aprovecho para evacuar aguas. En el piso de abajo oigo de nuevo voces y golpes, el borracho de Servando otra vez liándosela a su pobre mujer.
Al salir del baño me doy cuenta de que Alicia no está. Tengo la sospecha que ha ido de visita vecinal.
Se me ocurre coger la caña de pescar que me prestó un primo mío, para que me diese el avío necesario un día que se me ocurrió ir de pesca con un amigo. Engancho mi oreja izquierda al anzuelo con cuidado (no hace mucho le hice un agujerillo para ponerme un pendiente, pensé que así disimularía y daría más normalidad a mi postizo electrónico, pero no acabó de convencerme). Voy soltando hilo y la bajo por la ventana de la cocina, hasta llegar a la ventana de la casa del vecino justo debajo de la mía, consigo aparcarla con cuidado en el alféizar.

Oigo varios golpes, gritos y luego sollozos. Recojo el hilo todo lo rápido que puedo con cuidado de no perder la oreja y me la vuelvo a colocar.
Me armo de valor y decido bajar a ver qué ocurre, no suelo entrometerme en la vida de mis vecinos, prefiero pasar desapercibido para que ellos tampoco se fijen mucho en mí. Si algo odio son a los metomentodo y alcahuetes más pendientes de la ajena que de la vida propia.
Veo la puerta de la entrada entre abierta y paso al interior de la casa, en silencio, casi de puntillas, llego a hurtadillas hasta la cocina y allí puedo contemplar al vecino borrachuzo, inconsciente o eso es lo que parece, en el medio de la cocina, tumbado boca arriba, su brazo derecho hacia arriba y el otro abajo con su mano debajo de la espalda, las piernas en posición difícil de explicar, retuerta silueta. Sara, su mujer, está sentada en el suelo, temblando, sollozando. Alicia intenta consolarla, pero cuando le va acariciar el brazo Sara da un respingo y la mira con cara de pocos amigos, apretando los dientes.
Agarro con suavidad la mano de Alicia para que me acompañe, y subimos por las estrechas escaleras, en silencio, de nuevo a mi piso.
Nos sentamos en el sofá del salón frente al viejo televisor que apenas uso.
– ¿Podrías contarme por qué te tenían secuestrada y de esa manera retenida? Si ahora no quieres hablar de ello lo entiendo, tómate tu tiempo – añado para no parecer demasiado brusco, pero mi curiosidad no me va a permitir escuchar evasivas me temo.
– Pues no te puedo contar mucho mi querido caballero andante, mi salvador, estoy casi segura que se equivocaron y me confundieron con otra persona. Sé que existe una tal Alicia Kitheleen hija de un acaudalado hombre de negocios que suele viajar mucho a España por negocios, creo que pensaron era yo, su hija.
Espero al anochecer, Alicia se ha quedado dormida en el sofá, la acomodo y la tapo con una vieja manta de cuadros. Busco en internet, encuentro a Alicia Kitheleen hija de Patric Kitheleen, millonario que hizo fortuna con el comercio de gas en países africanos y luego supo hacer buenas inversiones en el mercado inmobiliario y financiero.
Es cierto que la foto de la hija del acaudalado hombre de negocios tiene cierto parecido con Alicia. Después de ver y leer aquello, y recordar las palabras de Alicia tengo mis dudas, pero… – “cosas más extrañas se han visto” – pienso.
De todas formas sigo con la mosca detrás de mi puñetera oreja.

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