
Vanidades sin esquinas IV
Relatos Cortos / 20 noviembre, 2019 / Mario GrageraAntonio Palacios, el avezado periodista, había conseguido concertar cita con Severino Mosquera un empleado del Ayuntamiento con muchos años a sus espaldas trabajando en tan noble edificio. Todos allí sabían que era un poco alcahuete y borrachín pero conocedor al dedillo de todos los pasillos, rincones e historias de palacio.
-Disculpa la tardanza… me han entretenido por la calle – Antonio se acomoda en la vieja mesa del bar que regenta Nicomedes Solfado, antiguo constructor. No tuvo más remedio que reinventarse a causa de las deudas, consecuencia, entre otras vicisitudes, de su separación matrimonial. La Pardilla, como la conocían todos en la ciudad, su ex mujer, lo dejó más pelado que un conejo de cazuela como decían muchos lugareños al respecto.
-No pasa nada, aquí se está calentito y más después del espabila burras que me he metido entre pecho y espalda – le contesta Severino, se frota las manos y se atusa los cuatro pelos que le caen en la frente.
-Parece que la tarde esta desapacible, te voy a pedir otro licorcito de esos y yo me tomaré un café – le dice Antonio amigablemente.
Severino se bebe de un solo trago el orujo que Antonio le acaba de ofrecer, y resopla.
Después de una anodina charla de apenas unos minutos, Antonio comienza a impacientarse y decide preguntar aquello que más le interesa.
-¿Amigo Severino sabemos algo de Romero?
-Nadie sabe nada es muy raro, se lo ha tragado la tierra- le contesta mirando su pequeño vaso vacío.
Antonio hace señas a Nicomedes para que le sirva otro licor de orujo.
-¿Pero sabes si tenía enemigos, deudas, o problemas de algún tipo?- Insiste Antonio sobre el personaje desaparecido.
-Bueno no era santo de mi devoción, a casi nadie le caía bien, era un mal bicho. Sobre todo a raíz del problema que tuvo con la parienta. Yo sé que se la cargó – dijo después de dar un sorbo a su licor, esta vez quería saborearlo con más detenimiento – Gracián y el jefe de la policía lo arreglaron todo para que saliese airoso el muy cabrón – continuó con las explicaciones – .Parece ser que Romero tenía cogido por los huevos al alcalde, se le daba bien eso del chantaje, no era la primera vez que lo hacía, sabía muchas cosas y hacía muchos trabajos sucios. Buen dinero extra se sacaba el hijo de mala madre.
– Me dejas sin palabras, no tenía ni idea – le dice Antonio haciéndose el sorprendido, ya había oído más veces aquella historia pero necesitaba escucharla de primera mano.
Severino se levanta de la silla y mueve la mesa con brusquedad, el alcohol lo tambalea. Tropieza un instante después con la silla de Antonio, da otro traspiés y bailando llega hasta la barra del bar que estaba a unos pocos metros. Consigue apoyó con los brazos y comienza a hacer flexiones sobre la barra de bar, hecha de madera ya gastada, oscura y rojiza. Riendo a carcajadas vocifera: – ¡ya que no me mato hago deporte! – Dicho esto continuó con sus risotadas.
-Pues te voy a decir más – Severino se acerca, como buenamente puede, al lugar en que Antonio seguía sentado, lo mira moviendo la cabeza de un lado a otro, después de beberse de un trago otro licor de orujo.
-Romero y sus… digamos ayudantes… sé yo… que amañaron la elecciones, muchos votos a la derecha se fueron para la basura, je, je, je… ¡Coño que me tropiezo!
Antonio se apresuró a pagar lo que se debía y acompañó a su ebrio compañero de charla hacia la puerta con cuidado, se despidió de él y vio como se alejaba caminado de un lado a otro hacia su casa, que no andaba lejos.
-Vaya con el señor Romero, menudo pieza estaba hecho… o está, allá donde sea que se encuentre, si es que sigue entre los vivos – piensa Antonio caminando calle abajo mientras abrocha los botones de su abrigo, el aire frío está haciendo que se le hielen hasta sus rojas orejas.
De repente tiene la extraña sensación de estar siendo vigilado, mira hacia atrás buscando a alguien que le siga o le observe pero no ve nadie. La calle está vacía, excepto por un gato pardo y escuálido que busca comida entre restos de basura al lado de una papelera.
Vuelve a caminar por la estrecha calle con destino a su casa, deseando encontrar el cálido salón, y sentarse en su sofá de piel marrón que se calienta con el brasero bajo la mesa de camilla y cristal redondo.
Pocos metros faltan para girar a la derecha y encontrarse con la calle San Antonio de Padua, la que le conducirá a su casa.
Se detiene junto a él un vehículo negro y grande, un Mercedes reluciente, con los cristales tintados. Es un modelo antiguo, con terminaciones en cromo y amplios faros redondos.
La puerta trasera se abre y alguien en su interior le invita amablemente a adentrarse en el ostentoso vehículo oscuro.
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