
El aviso del Sol (XIII)
Relatos Cortos / 1 octubre, 2020 / Mario GrageraJerónimo a media mañana se dirigió a la habitación del sujeto, objetivo del gobierno para el que trabaja que intenta averiguar el secreto de la vida eterna, intentan averiguar cómo y de qué manera alguien se la debió brindar a Hugo Reisman.
– ¿Señor Reisman da usted su permiso? Vengo a recoger y cambiar ropa de cama.
– ¡Adelante amigo Jerónimo, es usted puntual como reloj de suizo preciso! – Alzó la voz Hugo, al tiempo que levanta el dedo índice de su mano derecha en dirección al techo, y a continuación una carcajada que despertó la curiosidad de Jerónimo, nunca antes lo vio de esa manera.
Una voz se oye en el pequeño auricular introducido en el oído le habla.
– Está ebrio, intenta hablar con él y prueba suerte, lo de la bebida ha sido cosa nuestra, tranquilo – palabras que oyó Jerónimo después de la pequeña risotada de una de las sombras que vigilan tras el espejo.
– Señor Reismen, hoy tengo algo de tiempo, he acabado las faenas antes de lo previsto, por qué no me cuenta algo de esas mujeres que usted ha conocido, me gusta escuchar esas historias como usted bien sabe – le dice al paciente enfermo, acomodándose en una de las viejas sillas aparcada junto al armario.
– Bueno hace un rato me vino a la memoria la imagen de una gran mujer, Verónica Fortes se llamaba. Mujer voluptuosa que hacía que las hormonas en ebullición, propias de la juventud, hirviese la sangre por mis conductos sanguíneos.
– Verónica era una amiga de mi madre, algo más joven – continuó con sus explicaciones – me traía de cabeza, cada vez que la veía ganas me entraban de atacarle su prieto trasero que tan bien contoneaba, sus vestidos ceñidos tampoco ayudaban a evitar este affare caldo; más Priapo que Febo.
– ¿Ha bebido usted algo señor Reismen? Pregunta haciéndose el extrañado Jerónimo, no acostumbrado a ver esa euforia y verbo atrevido.
– Bueno he de confesar que conseguí algo de buen escocés, me ahorraré el cómo. El caso es que lo mezclé en varias de las infusiones que me acabo de tomar. ¿Quiere usted probar un poco de lo que quedó en el recipiente de la maquina del café?
– Muchas gracias, pero mejor que no que luego debo conducir para llegar a casa, eso sí, una infusión sí que me tomaría, tiene grandes conocimientos sobre plantas por lo que he podido comprobar todo este tiempo – le contesta sonriendo.
– ¿Y sabe usted algo de esa tal Yolanda? Fue muy importante en su vida por lo que me contó – Jerónimo, pregunta a Hugo en un nuevo intento por recabar más información de la mujer que posiblemente le dio la fuente de juventud.
-Yolanda… Yolanda…- Hugo permanece pensativo y cabizbajo sin decir nada más.
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Dentro de la habitación central del piso de arriba, en el interior de la gran casa con jardín, tejados a cuatro aguas de los que sobresalen dos grandes chimeneas de ladrillo. Casa que ordenaron construir algunos miembros de la familia Pazzi, italiana, que emigró a España a finales del siglo XIX, hoy propiedad de la llamada Sección Cuatro perteneciente a la Iglesia Católica, sus miembros tienen hilo directo con el mismísimo Papa.
Una mujer de pelo largo algo enmarañado, mirada triste de ojos brillosos por lagrimas recientes, toma un café caliente sentada junto a la ventana mientras observa tras las finas cortinas el tráfico exterior, que circula de manera lenta por la transitada calle.
-Yolanda, ¿cómo te encuentras hoy? Ya me dijeron que apenas has comido. No te preocupes, aquí estas a salvo, no te encontrarán…Ya sabes lo importante que eres para nosotros, tienes todos nuestros recursos a tu disposición – el padre Lorenzo Saucedo habla con su habitual tono condescendiente, intenta tranquilizar a una nerviosa huésped, que forzosamente ha tenido que trasladarse a aquella gran casa situada en un barrio céntrico y tranquilo de la ciudad, al perder su anonimato y vida cotidiana.
De repente oyen en la parte de debajo de la casa un golpe y el sonido de cristales al romperse, a continuación, más golpes y gritos.
El padre Lorenzo cogió de la mano a Yolanda y le hizo gestos para que se mantuviese tranquila y en silencio. La acompañó a la habitación contigua, entraron y el sacerdote se acercó a una pequeña mesa de madera muy antigua, que estaba junto a una estantería llena de libros. Introdujo la mano en una pequeña ranura debajo del pequeño tablero de la mesa y le indicó a Yolanda que se sentara en un viejo sillón que había en una de las esquinas de la habitación.
El padre al accionar una pequeña palanca puso en marcha un mecanismo, debajo de los pies de Yolanda se abre una trampilla de escasas dimensiones, lo justo para que cupiese el sillón en el que estaba sentada una muy asustada Yolanda. El sillón acaba encima de una pequeña plataforma metálica.
Un pequeño montacargas comienza a funcionar y baja por un oscuro hueco a Yolanda, sentada en el sillón y muy asustada, apenas podía ver nada. Instantes después de cerrarse la trampilla sobre su cabeza puede oír al padre Lorenzo, pero no entendió sus atropelladas palabras. Alguien había entrado en aquella habitación de escape.
– ¿Dónde está? – Yolanda mientras baja por el oscuro hueco sin saber a dónde era conducida, oye con claridad una voz, grave y áspera, que le pregunta al padre Lorenzo.
Sabe que la continúan buscando… está aterrada.
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