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El mal sueño de ayer
Relatos Cortos / 2 mayo, 2018 / Mario GrageraAyer tuve un sueño. Soñé que estaba en uno de esos bares de mierda con música reggaeton. Era el bar de moda y referencia de la ciudad. Lugar de congregación de todo ganado borregil de la urbe.
Yo estaba muy satisfecho por cerrar un buen negocio de venta de libros antiguos en una casa de empeños. Allí me encontraba, sin saber cómo vestido muy elegante, traje de chaqueta gris, corbata negra y mi peluca de fiesta.
Después de varios Bloody Marys se me acercó un afamado cantor de esa bazofia musical, yo en un principio no lo conocí, al poco ya hubo alguien que se encargó de ponerme al corriente. El pincha discos dejó la sala en silencio, al ver como el cantante de bazofia musical alzaba su mano derecha y chasqueaba sus dedos en señal de que apagase la música.
Desconozco el por qué, pero me dedicó una de sus mierdas, abrió su boca y comenzó a cantar cerca de mi oído, para luego girarse y mirar al resto de los asistentes que muy atentos lo observaban:
Alright, alright baby
Tú me partiste el corazón (Maluma, baby)
Pero mi amor no hay problema, no no (Rudeboyz)
Ahora puedo regalar (qué)
Un pedacito a cada nena, solo un pedacito
Tú me partiste el corazón (ay, mi corazón)
Pero mi amor no hay problema, no no
Ahora puedo regalar (qué)
Un pedacito a cada nena, solo un pedacito
Ya no vengas más con esos cuento, s mami
Si desde el principio siempre estuve pa´ ti
Nunca me avisaron cuál era el problema
Te gusta estar rodando por camas ajena
Ahora me tocó a mí cambiar el sistema
Andar con gatas nuevas, repartir el corazón sin tanta pena
Ahora te digo goodbye
Muito obrigado, pa’ ti ya no hay
Uh woah uh woah uh woah
Uh woah uh woah uh woah
No tengo miedo de decir adiós
Yo quiero repartir meu coração
Uh…
Acabó su estúpida canción. Todos miraban atentos, la sala permaneció en silencio, solo se oyó una ventosidad, la de un chico más bien gordo que aparcaba su ancho trasero al final de la barra.
El publico de la inesperada actuación quedó como hipnotizado, debido a su escaso nivel de masa neuronal, supuse.
Noté que las miradas de todos apuntaban hacia mí, debían confundirme con otro cantante de esa bazofia musical y esperaban un duelo. No quise defraudar a mi imprevista audiencia y por ello, además del exceso de alcohol en sangre, me envalentoné para realizar un ejercicio de improvisación y recité de corrido:
Sed del aire que respiras.
Alma que no consigo atrapar.
Lazos que no consigo atar.
Rabia por tus continuos desaires.
Cambio mil vidas por este pesar.
Ya no puedo caminar sin respirar.
Caigo sin freno por tu vacío;
no rasgo más tu puerta por hastío.
Harto de esperar y no cambiar.
Ni mil flores te pueden acariciar,
ni mil brujas te sacarán voz.
Rabio por no tu piel poder rozar.
Mil demonios me lleven tan lejos,
para perderme en abismo infinito.
Odio tu ser, al que tanto rogué.
Ni una mirada más espero.
Me voy lejos, siempre muy lejos.
Adios.
«¿Eso que eh pinche güevón?» – me preguntó el zopenco cantor de música repugnante y dolorosa para los oídos de cualquier alma sensible
Se hizo el silencio por unos breves instantes. Todos los allí presentes me miraron como a bicho raro. Se acercó el guardia de seguridad muy enojado y me dijo que debía salir de inmediato del local, después de darme un vaso de plástico para que vertiese lo que quedaba de mi Bloody Mary. Yo lo miré de arriba, muy arriba, a abajo y le dije sonriendo: Gracias por invitarme a salir, si en el fondo no me es grato ni cómodo estar en este “pendejo” local – a continuación le dí un trago a mi refrescante bebida, le guiñe el ojo izquierdo al fámulo que normalmente está cuidando de la puerta del local, y lancé un beso a todos lo que me observaban, unos con cara de asombro y otros enojados cuchicheando entre ellos.
Algunas chicas de trajes apretados, caras repintadas y mala puntería, me lanzaron vasos, y otros que parecían varones, a juzgar por sus vestimentas y barbas recortadas en peluquerías de modernos, corrieron hacia mí con intenciones nada cariñosas.
El primero que se me acercó con el puño en alto no me dejó más opción que la de amenazarle con un plátano que llevaba (no me pregunten por qué) en el bolsillo de mi chaqueta. Lo empuñé como una pistola al estilo del duro policía de película de gánsteres y apunté a la cabeza del mastuerzo encolerizado. Apartó de un manotazo mi arma amarilla y yo no tuve más remedio que lanzar una patada directa a sus testículos, lo que hizo que cayese al suelo formando un ovillo de tonto descamisado. Los otros dos que corrían tras él cayeron también al suelo, a consecuencia de tropezar con el cuerpo enroscado del dolorido en sus partes genitales.
Esos instantes de desconcierto debí haberlos aprovechado para salir a toda prisa de allí, pero uno también es muy estúpido en determinadas circunstancias. En lugar de eso, decidí tumbarme encima de todos ellos mientras le mordía a uno su oreja y a otro le retorcía la nariz. El grandullón de seguridad, muy cabreado a deducir por la cantidad de insultos y voces que su boca expelía, me agarró con todas sus fuerza levantándome del suelo y me arrastró hacía la salida como un pelele de feria, mientras yo le animaba amablemente a que me depositase en el suelo: Bobo de los cojones, puto descerebrado, me quieres dejar en paz, que ya me voy yo solito de este antro de mierda – dichas estas palabras, con mucha educación y cortesía, me vi en el suelo de la calle junto a varios coches que aparcaban en las inmediaciones del local de moda borrega.
Hay que joderse que no puede uno salir a celebrar un buen trato tranquilamente en esta ciudad – pensaba mientras me recolocaba el hombro en su sitio y me disponía a buscar mi coche que ya no recordaba dónde lo había aparcado, si en el parking subterráneo del centro, o lo había dejado en el garaje del edificio donde vivía.
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