FILOSOFÍA Y CIENCIA IV
Relatos Cortos / 24 octubre, 2018 / Mario GrageraCAPÍTULO 4
El inspector Márquez abrió la puerta del despacho del comisario Castejón con excesivo ímpetu, lo que ocasionó un sonoro portazo contra la percha que estaba justo detrás de la puerta.
-Perdón señor comisario.
-Un poco más y me deja sin puerta, ¿qué se le ofrece Márquez?- le dijo el comisario con el rostro serio – hoy no estoy para gilipolleces, espero sea importante – agregó algo enojado.
-Ya tenemos los resultados de la autopsia de los estudiantes.
-¿Y Bien? Le preguntó impaciente el comisario
-Parada cardiorrespiratoria en todos los casos, pero desconocen el motivo.
-¡O sea que no tenemos una mierda! – Exclamó un más enfurecido comisario levantándose del asiento y tirando el expediente que sostenía contra la mesa.
-Todo esto es muy extraño, tres jóvenes sanos, en plenitud de la vida que mueren por una parada de su corazón en la misma clase a la misma hora, no tiene ningún sentido – Argumentó el inspector intentando calmar a su superior sin conseguirlo. La investigación seguía en punto muerto.
-Quiero que sigan preguntando a todo el mundo que tuvo relación con ellos, vuelvan a registrar de arriba abajo sus casas, todas sus pertenencias. Hay que averiguar qué relación había entre ellos – ordenó el comisario intentando tranquilizarse.
-Nos ponemos a ello de inmediato- le contestó el inspector Márquez, cerrando con cuidado, esta vez, la puerta del despacho de su superior.
-Leandro García Marquina es un excelente profesor, lo conozco hace muchos años, y nunca he tenido ninguna queja con respecto a su comportamiento ni tanto dentro como fuera de estas aulas, y puedo añadir que es un hombre honesto y muy buena persona. Un hombre de fe, algo raro en su gremio, los demás filósofos que conozco suelen ser más agnósticos.
La oficial Garmendia volvió a reunirse con el rector de la Universidad para intentar ganarse la confianza del máximo responsable del profesorado. Intentaba averiguar si el profesor Leandro pudo haberle dicho algo en confianza que ellos no supiesen y pudiese ofrecerles alguna pista para la investigación.
-El día que ocurrieron los hechos no le contó nada, algo raro en el comportamiento de los tres jóvenes alumnos, Cualquier cosa por insignificante que sea podría ser de gran ayuda, por favor haga memoria señor Godoy – le rogaba la oficial Garmendia, intentando a la desesperada conseguir algo de lo que poder tirar para continuar con la investigación, que se encontraba en un callejón sin salida. Nunca antes se había enfrentado a unos acontecimientos tan extraños. Estaba segura que algo les había provocado la muerte a los tres jóvenes, no se mueren de forma natural chicos de veinte pocos años. El caso estaba comenzando a obsesionarle a la tozuda oficial de policía.
No, no recuerdo que me dijese algo distinto de lo que ustedes ya conocen. Don Leandro vio lo mismo que todos, murieron en silencio nadie se percató de nada. Los demás alumnos coinciden en lo mismo, estaba todos muy atentos a las explicaciones del docente y fue al terminar la clase cuando se dieron cuenta de lo sucedido. Pero eso ya lo saben ustedes, han interrogado a todos los alumnos que estuvieron allí presentes.
El profesor aquella mañana se levantó muy nervioso, recordó la pesadilla que acababa de padecer. Una monja de rostro mortecino, ojos oscuros y profundos se le parecía en su despacho después de sus clases, y le apuntaba a la frente con su dedo retorcido huesudo, más parecido a la rama de un árbol que a la prolongación de una extremidad humana.
Se preparó un café a toda prisa, se quemó los labios al primer sorbo, cayó la taza al suelo haciéndose añicos. Se manchó sus pantalones de café, sin poder evitarlo, intentó esquivar las gotas que salpicaban dando saltos, lo que hizo que se tropezase con la única la silla que había en la cocina. Rodó por el suelo y aulló a consecuencia del golpe en las costillas al caer contra las frías baldosas.
Mara al oír los golpes y los aullidos se levantó a toda prisa de la cama para ver lo sucedido.
-Leandro, Leandro ¿qué ha pasado? – le dijo asustada, arrodillada intentando levantar el cuerpo dolorido de su marido.
Consiguió sentarse en la silla, no sin dificultad, con su mano derecha tocándose el costado magullado.
-Mara mi amor, perdona la torpeza de este viejo profesor, soy un desastre, un despiste me ha hecho tropezar no te preocupes- le explicó a su mujer para que no se preocupase.
Cuando el dolor fue mitigando se cambió de ropa y salió en dirección a la facultad, para comenzar otro día de “sagrada docencia” como él solía llamar a su trabajo diario.
Al llegar a la gruesa puerta de madera labrada hace cientos de años, miró hacia atrás y su corazón se le encogió, vio de nuevo al sacerdote de larga sotana y ancho sombrero estaba de pie junto a la esquina, delante de la casa con fachada de grandes piedras y conchas decorativas patrimonio histórico artístico objeto de miles de fotografías por parte de asiduos turistas. De nuevo le hacía una señal tocándose el ala de su sombrero, mientras le mostraba una leve sonrisa.
Miró hacia la puerta y resopló varias veces, giró de nuevo su cabeza y esta vez el sacerdote había desaparecido.
“Veo fantasmas, esto no es real” – pensó adentrándose por los fríos pasillos de piedra hacia su pequeño despacho.
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