En 1992, veinte años de edad contemplaba, cuando estudiaba la carrera de Filología en Salamanca, que posteriormente abandoné por la de Periodismo en Madrid. Me miré al espejo. Aquella fría mañana el espejo no fue más que un instrumento de sentimientos encontrados. No reconocía al joven de pelo enmarañado, ojos de escaso brillo, y mueca de resignación que tenía delante. Me posicionaba de perfil y miraba de reojo buscando otra expresión más amigable. Acababa encontrando una amplia nariz, o eso me parecía a mí y orejas de tamaño normal.

 

Era viernes, con un cielo de nubes grises y manchas oscuras. Decidí no ir a clase, no me encontraba con el ánimo suficiente, y es por esto que fui a dar una vuelta por las tiendas de discos. Compré música, acababa de salir al mercado y lo llevaba esperando algún tiempo, necesitaba escucharlo.

 

Después de comprar el ansiado CD, me dirigí hacia el piso de ella, la mujer que me traía de cabeza por aquellos tiempos, sabiendo que normalmente tampoco se prodigaba mucho por la facultad, en este caso la de Psicología. Quería compartirlo, disfrutar de la música juntos, sabía que le iba a gustar, el grupo era una garantía de ello, The Cure; pero ella no estaba. Ansioso por escuchar aquel CD que manoseaba constantemente y no paraba de mirar el diseño de su portada, decidí ir a casa de un amigo –  más de ella que mío -, vivía cerca, él tampoco estaba, pero su compañero de vivienda me dejó pasar. Mientras lo esperaba puse el disco plateado en su equipo de música, comencé a escuchar una y otra canción y sin saber por qué comencé a bailar al oír From the Edge of the Deep Green Sea. No entendía bien la letra, pero aquella música me estaba volviendo loco. Mientras lo recuerdo no puedo evitar que una sonrisa aparezca de nuevo en mi cara.

 

Cuando regresó mi amigo me echó la bronca por tener la música tan alta          Ella nunca apareció después de aquel día. Hoy para mí el caso sigue abierto, tras haberse olvidado en muchas ocasiones. Nuevas pruebas han aparecido.

 

En el interior de uno de sus libros, uno de Sthephen King – Misery –, apareció este poema escrito y fechado justo antes de desaparecer, era su letra no había dudas.

 

Los gatos se cobran siete vidas,

yo ya debo veintisiete.

Cuántas veces me he reinventado,

demasiado dolor por mis múltiples caídas,

luego el tiempo las cura, las olvida.

Qué difícil al principio, levantarse,

y mil veces de nuevo caerse.

“De eso va esto”- dicen los mayores.

La vida es jodidamente extraña,

la salsa excitante, el cómo mirarse.

El humo se va por las ventanas,

como tu existencia apenas reflejada,

se va alejando ya no te deben nada.

Apenas se dan cuenta de tu permanencia,

pasaste y todos te olvidaron.

salvo algún resquicio, alguna vivencia,

poco más. Recojo los instrumentos sin más resistencia.

Me marcho a lo más lejos, a lo más profundo,

ya no os persigo ya no os molesto,

por fin dejo este endiablado mundo.

Ellos ya me llaman, no hago esperar, lo detesto,

me dirijo sin miedo hacia el más alto e iracundo,

apenas distingo sus rasgos, su apariencia.

Los desnaturalizados los llaman demonios.

 

Parecía una nota de suicidio, o eso pensaba el policía que me habló de nuevo del caso. Después de que Laura, la hermana de Andrea, nuestra desaparecida, le diese el poema que había encontrado tantos años perdido entre las hojas de aquella novela; pero yo, por alguna extraña razón, sentía que seguía viva y que en un recóndito lugar de mi interior la seguía queriendo.


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