
Mi puñetera oreja izquierda 3
Relatos Cortos / 5 junio, 2019 / Mario GrageraComienza un nuevo día. Abro un ojo y luego el otro, me incorporo, gruño, carraspeo y toso varias veces, me desperezo como un oso al salir de su hibernación. Me gusta para terminar de despertarme rozar durante un rato mi nariz con el gastado gotelé ochentero de la pared de mi habitación. En tiempos de mozo rozaba mis genitales, pero ya uno no está para esas estupideces impulsadas por una lívido desenfrenada.
Después del aseo y afeitarme los pelillos de la barba de un lado de la cara que se me había olvidado el día antes, me visto con ropa limpia que Francisca, la chica que me manda mi madre para cuidados y limpieza, me ha dejado sobre la cama de la otra habitación. Le cambié el nombre por el de Francidonia, a la hermosa de grandes caderas. Al principio no le gustaba, finalmente terminó por acostumbrarse conociendo mis ocurrencias.
Salgo a la calle en dirección a las oficinas de la Policía Municipal, tengo intenciones de ver a Dionisio, un buen hombre y mejor policía, al que conocí una noche en la que yo, con cinco copas de más, tuve un altercado con la policía y pasé una noche entre rejas por desorden público e intento de agresión; por lo que luego tuve que pagar una multa que el juez me puso como pena a mis delitos. Pero eso es otra historia, el caso es que de aquellos tiempos me viene la amistad con Dionisio, el único que supo entender mi situación de oveja descarriada e incomprendida por mi estirada y remilgada familia, en exceso conservadora e incapaz de entender a un alma libre y pájaro de malos agüeros como me llama mi prima Desideria.

-Buenos días amables cumplidores del orden y la ley, por dónde anda el bueno de Dionisio he de repartir asuntos de importancia – sin mirarme un joven policía sentado en la mesa que está en la entrada de las oficinas de la Policía Municipal, junto al Ayuntamiento, me señala en una dirección con su mano derecha.
Me encamino hacia el interior de los despachos contiguos en busca de mi amigo de uniforme azul.
-Amigo Dionisio – le digo al verlo, estaba hablando con un compañero y yo les interrumpo.
-¿Qué te pasa hoy Jaime, andas en otro lio?- Me pregunta con cara de resignación, debe pensar que le vengo a pedir ayuda para que me saque de algún apuro como en otras ocasiones, historias que ahora no vienen al caso.
-No, tranquilo es una mera información que preciso. Escuché a dos individuos en una conversación de bar, hablaban con discreción y no me huele bien el asunto que entre manos se traían. Tengo la matrícula del coche que conducían, si la pudieses comprobar seguro que pertenece a algún tipo fichado y de pocos escrúpulos, hazme caso, no me gustó la conversación algo tramaban.
-Jaime sabes que eso no es posible, no te puedo dar esa información.
– Lo comprendo, bueno me voy, pero compruébalo para tus adentros – aprovecho para colocar mi oreja debajo del monitor del ordenador disimuladamente, y coloqué un sobre que había en otra mesa encima, mientras Dionisio atendía una llamada telefónica.
Hice amago de irme pero en realidad me fui a otro despacho vacío y me encerré en él, espero, con suerte, escuchar algo interesante.
Y tuve mucha suerte, al poco tiempo Dionisio comprobó a quién pertenece el vehículo, escuché cómo se lo comentaba a un compañero.
– A ver, voy a comprobar la matrícula no sea que luego sea algo a tener en cuenta, y no otra de las majaderías de Jaime. Areli Dahan, me aparece como ciudadano español, no tiene ningún antecedente, el nombre y el apellido es raro debe estar nacionalizado. Dirección: Urbanización Rocas Negras, calle Albatros número 16. Nada que rascar aquí, este hombre lo único que consigue es hacerme perder el tiempo como otras veces ¡la madre que lo trajo al mundo, que a gusto se quedaría coño!
Jodido Dionisio en el fondo sé que me aprecia. Esperé que se ausentasen del despacho y recogí mi oreja a toda prisa, ya tenía lo que andaba buscando.
Me fui a la plaza en busca de un taxi que estuviese disponible. Al poco tiempo aparcó un taxista con cara de estar cansado en la parada cerca del quiosco de Sancho, único lugar donde todavía se hacen patatas fritas de modo artesano, y te las come de tres en tres con la mano.
Después de veinte minutos llegamos a la urbanización de casas de lujo Rocas Negras. Pare usted aquí- le dije al taxista al inicio de la calle Albatros. Caminé durante un rato buscando el número del chalet que andaba buscando.

Acabé la calle sin encontrar el número 16 después de varias idas y venidas, esconderme tras árboles cada vez que algún vecino salía de su casa para que no me viese, esquivar a algún que otro perro que andaba suelto por la urbanización bajo la atenta mirada de su dueño. Justo me acabo de esconder tras un arbusto aparece un pequeño foxterrier y casi se mea en mis pantalones el muy impúdico.
-Vete, vete- le digo en voz baja intentando ahuyentarlo con mi pierna dando patadas al aire, sin querer le golpeo en la cabeza lo que hizo que saliese aullando en dirección a su dueño, que pasea ensimismado con su teléfono móvil por el parque, junto a unas acacias que bordeaban la calle Albatros en la que me encuentro.
En uno de mis recorridos por el acerado por fin encuentro el número 16. Sin pensármelo dos veces salto el muro que rodea la casa y me adentro por el jardín en dirección a la parte trasera, por la hora que es intuyo que no debe haber nadie en la casa – estarán trabajando en sus fechorías estos “mortadelos” – me digo en voz baja.
Veo una pequeña ventana a mis pies, me agacho y me asomo para ver su interior. La ventana está un poco abierta, es de corredera, lo que me permite abrirla del todo.
Asomo mi cabeza un poco y veo algo inaudito.
Una cúpula de cristal como una campana, en su interior una mujer sentada en una pequeña silla de hierro pintada de negro. Ella en ese momento me mira y sus intensos ojos azules se fijan en mí. Es una mujer hermosa, de pelo negro largo y rizado, su cara me recuerda a la Kim Basinger de los años ochenta. Su mirada es triste y gesto de desesperada, impotente por estar allí retenida. Mueve sus carnosos labios pero no consigo oír lo que dice, la celda de cristal en la que está recluida es muy gruesa y no deja escapar sonido alguno.

A duras penas consigo introducirme en el sótano donde tienen secuestrada a la bella mujer estos hijos de puta.
Me acerco con cuidado a la celda de cristal y veo que a mis pies hay una pequeña rendija de ventilación, la doblo al ser de aluminio y consigo la abertura suficiente para introducir mi oreja. La bella cautiva no deja de mirarme fijamente, algo extrañada. Salgo trepando como puedo subiéndome en una mesa que coloco bajo la pequeña ventana. Oigo, gracias al invento auditivo que le he dejado a sus pies, como la hermosa mujer que dejo atrás me grita: – ¡No te vayas por favor ayúdame!

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