
Mi puñetera oreja izquierda 4
Relatos Cortos / 12 junio, 2019 / Mario GrageraSalgo a toda prisa, toda vez consigo sacar mi cuerpo del estrecho hueco de la pequeña ventana de corredera que me sirve de acceso al sótano donde está recluida la bella de ojos azules.
EL miedo a ser descubierto, supongo, es el que me hace huir de aquella situación. Sigo oyendo a la joven que me grita pidiendo ayuda. Dudo, no sé qué hacer, quiero rescatarla pero aun no sé cómo.
Mientras tanto busco sentirme a salvo, evitar posibles miradas de nadie y de todos, salgo por una puerta trasera. Me escondo entre unos matorrales que hay en una pequeña explanada de salvaje vegetación, que hace las veces de separación entre unos chalets de ladrillo visto desgastado. Continúo oyendo a mi dama en apuros pero con alguna dificultad, la lejanía será la causante. Nunca antes había probado a escuchar lo que mi oreja nueva tenía que decirme a tanta distancia.
Pensando en la distancia y mi oreja, creyéndome a salvo en mi escondite, oigo a alguien que respira muy cerca de mí, hago un giro de cuello rápido, como avestruz nervioso, y miro a mi derecha.
-¡Coño! ¿Quién eres tú? – Pregunto a una pequeña que pasea un caniche y se ha parado junto a mí, observando en silencio mis movimientos de espía al acecho.
-No está bien decir palabrotas a menos que estés enfadado- eso dice mi mamá.
-Tiene razón tu sabia madre niña, pero también es tolerado, lícito o permisible cuando estás asustado, como es el caso pequeña guardiana – contesto como un viejo profesor de primaria.
-¿Qué estás haciendo sentado entre estos ramajos? ¿Te has hecho daño? Yo a veces me hago pupas cuando me caigo persiguiendo a Chuso. – La normal curiosidad de la pequeña me distrae de la misión; debo salir de la situación sin ser demasiado arisco, es una niña al fin y al cabo, seres con los que no acostumbro a relacionarme. Si de un adulto se tratase ya habría zanjado la conversación con alguna de mis clásicas abruptas locuciones, que tan simpático me hacen parecer ante el resto de los mortales con los que suelo tratar, y si son de familia aun empeoran los términos.
La imagen de la mujer dentro de una campana de cristal me aborda de nuevo. Le doy a la niña una gominola de fresa que llevaba en el bolsillo derecho del pantalón, que previamente la había limpiado de pelusa e hilos. La pequeña me mira con los ojos muy abiertos y coge la golosina para a continuación dársela a su perro.
-Dale las gracias a este señor, Chuso – le dice la chiquilla a su mascota. Al ver que el perro escupe aquella sustancia gomosa le da una buena hostia en todo el hocico. Situación que yo aprovecho, dejo a la pequeña niña que arregle sus desavenencias con Chuso, para acercarme con sigilo de nuevo a la casa en la que tienen retenida a la mujer que ya se cansó de gritarme.
Me aseguraré de que no hay moros en la costa, y de nuevo intentaré entrar en el sótano para comprobar de qué manera puedo librar a la encarcelada de su cautiverio.

Recuerdo que tengo mi pequeña libreta y mi bolígrafo, que suelo usar para que no se pierdan esos momentos de inspiración, para luego plasmarlos en algún que otro cuadro que a mis manos caiga. Decido usarlo para comunicarme con la mujer encerrada, yo podré escucharla al haber dejado mi oreja junto a sus pies y ella podrá leer lo que yo necesite saber. Así evitaré dar voces para ser discreto, consiguiendo también una fluida comunicación entre ella y yo. No creo de todas formas que vociferando me oiga bien, después de haber visto el grueso cristal con el que está fabricada la campana gigante que la tiene enclaustrada. Nunca antes había visto semejante armatoste de encarcelamiento.
Me introduje con cuidado, metiendo primero mi cabeza por el hueco de la ventana, intento apoyar mis manos en la mesa que había dejado justo debajo, el peso de mi cuerpo y la gravedad hacen que caiga rodando golpeándome con la mesa y luego contra el suelo, parecía de todo menos Tom Cruise en Misión Imposible Diecisiete.
Consigo ver de cerca, de nuevo, a la bella mujer cuando elevo la mirada al recuperarme del costalazo. Ando a cuatro patas y me acerco, saco mi libreta y escribo: Tranquila, quiero ayudarte a salir de aquí, ¿sabes alguna manera de quitarte esta campana de encima? – Le escribo esto pensando que podía haber visto a sus captores manipulando artilugios, quizás los haya visto apretando botón o interruptor que active algún mecanismo que eleve la campana y así se libere de ella.
Ella niega con la cabeza, me dice que no sabe como poder salir. Pero acto seguido me señala un rincón oscuro del sótano y me dice que hay una maza de hierro. Me pide que golpee con todas mis fuerzas la campana para romper el grueso cristal.
-¿Eso es lo único que se te ocurre?- Le pregunto sabedor de que no puede oírme.
Voy a por la maza que pesa bastante y me acerco a la campana. La reviso por toda su circunferencia esperando encontrar algún punto débil. No lo veo, tengo miedo de que si rompo el cristal pueda hacer daño a la cautiva.
No me lo pienso y doy un golpe fuerte con la maza en la parte de atrás, la más alejada de donde ese encuentra la mujer encerrada. Apenas se agrieta el duro y grueso cristal.
Agarro con fuerza el palo que sujeta la pesada maza de hierro y vuelvo a dar un fuerte golpe esta vez en la parte de arriba. Esta vez si consigo resquebrajar el cristal, lo suficiente como para pensar que con el siguiente golpe acabará por romperse del todo, y podré liberar a la dama encerrada por aquella cúpula del demonio.
Consigo partir en dos el cristal y luego se hace añicos por partes. Los gritos de la chica me alteran, pienso que se ha podido hacer daño. Me fijo en que tiene sus manos tapándose la cara y está gritando como una loca.
-¡Dios mío te he hecho daño! ¡Me cago en la leche jodida!
-Ja,ja,ja… no querido, me has liberado y te estoy eternamente agradecido – Me dice para a continuación darme un beso en toda la frente, es casi tan alta como yo pero mucho más ágil. Salta a la mesa de un brinco y sale por la ventana como una culebra que busca libertad.
Recuerdo que debo coger mi oreja y me la coloco con la mayor rapidez. Consigo también salir al exterior con alguna que otra dificultad.
Le digo que me siga para salir por la puerta trasera, que ya conocía, justo en ese momento oímos un coche que aparca cerca de la puerta principal. Son ellos, sus captores, los puedo ver al asomar mi cara por el muro de la casa que hace esquina.
-¡Joder nos han visto! ¡Corre, coooorreeeee! – Le grito mientras tiro de su mano para que me siga en dirección al parque de las acacias.
Los dos secuestradores, que parecen rudos militares rusos, corren tras nosotros. Al mirar hacia atrás, para ver a cuanta distancia nos siguen, observo como uno de ellos se detiene, saca una pistola y nos apunta.

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