
PENÉLOPE
Uncategorized / 6 mayo, 2022 / Mario GrageraUna noche de verano nos sentamos mis padres y yo en las sillas de metal reluciente alrededor de una de las mesas que ocupaban parte del acerado para peatones, frente a la fachada del Bar España.
Yo no sabía que mis padres esperaban que les acompañasen unos amigos. Poco tiempo después de acomodarme en una silla aparecieron sonrientes y amigables me saludaron y yo, de inmediato, me levanté para cederle mi sitio a la mujer de amplia sonrisa, cabello castaño, labios de rojo carmín y un pañuelo violeta al cuello que conjuntaba con el ceñido vestido floreado de falda y vuelo.
Mi madre al ver mi cara de extrañeza por no haberlos visto con anterioridad me dijo: son amigos viven en Alcobendas, en Madrid. Este hombre también es de nuestra tierra y viene de vez en cuando – me dijo seguidamente señalando al marido de la mujer del vestido de flores.
– Yo soy andaluza chiquillo, ¿tú tienes familia en Huelva verdad? – me preguntó muy sonriente la nueva amiga de mis padres.
Mi timidez me venció y asentí con la cabeza. Di media vuelta y me encaminé al interior del bar para pedir un vaso de agua.
Después de beber el agua fresca con rapidez, y así saciar mi sed, me di cuenta, apoyando mi espalda en la barra del bar frente a mí, bajo un arco pintado de blanco como el resto de la pared que lo sujetaba, se descubrían unas escaleras de viejos azulejos marrones que subían hacia un espacio para mí desconocido hasta el momento.
Subí por esas escaleras empinadas hasta que topé con una baranda de hierro que rodeaba un patio interior bajo el piso en el que me encontraba, al otro extremo una habitación a la que accedí con curiosidad, sorteé varias mesas y sillas hasta que me acerqué, para luego permanecer inmóvil y en silencio de pie, ante una niña sentada junto a una mesa, pintando con ceras de colores una cartulina, dispuestas sobre su mesa los muchos lápices de colores que había utilizado para haber pintado unos pájaros y nubes navegando por un azul cielo. En ese momento con un lápiz de cera amarilla daba con fuerza color a un sol, mientras mordía su labio inferior, lo había situado en el extremo superior derecha de la blanca cartulina.
Tan ensimismada en su creación pictórica se hallaba que de mi presencia no se percató hasta bien pasados unos minutos; alzó su mirada y me vio. Nunca olvidaré aquellos grandes ojos tan vivos y brillantes.
– Pintas muy bien – le dije.
– Gracias – me contestó alargando la ese, y tras un breve momento de cruces de miradas bajó su rostro y siguió dando color al centro de su sol.
Permanecí un buen rato tras ella, en silencio, observando como acababa su obra y luego la firmó.
Bajé las escaleras contento, con cuidado de no caerme, a mi madre no le gustaba que volviese con heridas o golpes como otras tantas ocasiones.
Salí a la calle y me dirigí al lugar donde estaban sentados mis padres junto a esos nuevos amigos.
Antes de llegar vi a mis amigos con sus bicicletas por la calle Real a toda prisa, me gritaron y me subí a la parte de atrás de la roja BH de mi amigo Domingo, como se subían los indios a lomos de sus caballos al galope. Dimos varias vueltas a la plaza Espronceda y luego paramos para refrescarnos en la fuente entre risas y griteríos.
Años más tarde cuando vivía en Salamanca unos compañeros de estudios me invitaron a que les acompañase a ver una película a los multicines Van Dyck. Una española, por aquel tiempo eran más de mi gusto las películas de acción americanas, pero tampoco tenía otra cosa mejor que hacer esa tarde de viernes fría y lluviosa.
Al acabar la película y pensar en la protagonista recordé a la niña de ojos grandes y su fino acento, recordé el nombre con el rubricó su pequeña obra de arte, ese amarillo intenso sol que guiaba a los pájaros entre nubes: Penélope Cruz.
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