Un sol brillante despertó aquella mañana, la luz penetraba con fuerza a través de los grandes ventanales que miran hacia el exterior de la estrecha calle Cargligas, del amplio despacho, en el centro una gran mesa de labrada y antigua madera de roble, un sillón de piel oscura le acompaña. Despacho situado en la primera  planta de las tres que contiene el antiguo edificio que lleva haciendo durante muchas décadas de lugar para el excelentísimo y funcional Ayuntamiento. Un antiguo palacio que sirvió de vivienda para un ilustrado en letras e hijo de nobles allá por el siglo diecinueve.

 

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-Pocos años llevamos de esta nueva democracia, o pocos me parecen a mí, después de tantos años de dictadura, pero ahora la vamos a usar para por fin darle voz al pueblo soberano.

-Dame los papeles para ver el tope legal, a ver hasta dónde me alcanza el nuevo sueldo como alcalde. Y… ¡dietas, dietas! Para sandalias en verano y botines en invierno si es preciso. Habrá que patear mucho, muchas son las barriadas que visitaremos dejadas por las manos del Divino al que yo ya dejé a un lado.

-Secretario, espabila que has estado dormido todos estos años.

-Un momento señor alcalde que aquí tengo los documentos, deje que me siente y los ordene en un santiamén – le responde José Luis, el secretario del Ayuntamiento. Nervioso ante la nueva tarea de dar servicio a la nueva corporación socialista que acaba de entrar a formar gobierno local en San Recio del Eral, una pequeña ciudad de 27.000 habitantes, que se estableció en un valle entre montes y un rio que le dio la vida hace más de setecientos años, cuando los almorávides decidieron asentarse en aquel grato lugar.

-¿Dónde está Manolo? ¡Manolooooo! – Grita Gracián, el nuevo alcalde que ganó por mayoría absoluta en los últimos comicios.

-Lo vi en el bar de en frente desayunando hace poco – le dice un cabizbajo José Luis mirando a su papeles.

-Pues allá que voy a hablar con mi teniente alcalde, que muchos son los temas que tenemos que abordar – dicho esto, coge las llaves sobre la mesa. Se encamine hacia el bar restaurante que lleva más de diecisiete años abierto, y es regentado por Felisa, la grande y oronda dueña del establecimiento, que no para de echar cafés y poner tostadas a todos los funcionarios y concejales que a esa hora se congregan en su “casa de comidas y copas” como a ella le gusta denominar a su negocio.

 

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-¡Felisa que guapa te has levantado hoy! – Le grita Gracián justo baja por las pequeñas escaleras que dan acceso a la barra del ancho local y atrae las miradas de todos los presentes, excepto de la dueña, que sigue a sus labores y atenta a su hijo Remigio que le ayuda por las mañanas en los momentos de más jaleo y algazara.

-Manolo no te me escondas que mucho tenemos hoy que compartir- le dice al concejal de economía y teniente alcalde echando el brazo encima de su hombro.

-¿Qué quiere tomar el señor alcalde? Le pregunta un eufórico Manuel Lazón, deseoso de echar mano a las conducciones de los caudales del Ayuntamiento.

-Ya se me hace tarde, Felisa póngame un buen vino de esos que guarda para los ricos.

– ¿No son ni las doce y ya quiere usted un vino señor alcalde? ¿No prefiere usted un cafelito con una buena tostada de tomate ajo y un poco de pimienta?

-Café para los dormidos que yo ya desperté hace años, aunque… para más años los tienen esas longanizas que recuelgan de la pared – le dice a la dueña del negocio, señalando unos chorizos que parecen ahorcados, sujetos de un tubo de acero arriba, encima de la máquina de hacer café.

-Manolo, que grandes cosas vamos a poder hacer por fin, tú y yo vamos a pasar a la historia de esta ciudad ya lo verás. Ahora a todos estos fachas los vamos a poner firmes – le dice el primero de los ediles a su teniente de a bordo, mientras le da un sorbo al vino tinto que la acababa de servir Remigio.

Unos cuantos vinos más tarde, ya los demás clientes del establecimiento volvieron a sus lugares de trabajo, Gracián y Manuel allí continúan hablando.

– Había pensado revisar las cuentas para ver cómo están de retrasados los pagos a proveedores y la deudas con los bancos y la administración, y luego ver… – No dejó terminar a Manuel, Gracián le sujetó con fuerza del brazo.

– Déjate ahora de números y otras gaitas grises. Hay que alegrar la cara a nuestra gente y darles mucha fiesta y gozo, después de tantos años de dictadura y políticos fachas, rancios y aburridos con sus conservadoras costumbres. Vamos a elaborar un plan de fiestas y eventos, traernos buenas orquestas musicales, y vamos a potenciar la feria de nuestra gastronomía y nuestros ricos caldos ¡coño alegría, alegría joder! – diciendo esto vertió el vino, cayó su copa, origen de los aspavientos a diestro y siniestro.

Mientras tanto, Romero Villafaina, el encargado de atender el mostrador de la sala en planta baja, esa que sirve para atención al ciudadano y dar registro a solicitudes y peticiones, sube por las escaleras hacia la última planta, donde se ubican los archivos municipales y donde se guardan premios, cuadros viejos y otros enseres de años pasados, reflejos de antiguos protocolos apiñados en viejas estanterías metálicas con más oxido que pintura.

Lleva varios archivadores para colocar como buenamente puede entre tanto libro, carpeta atada con goma y otros archivadores en la vieja estantería que a su frente se alza. En esas está cuando oye la puerta al fondo de la sala, como si intentase alguien abrirla desde el otro lado. Romero ya no recordaba que acceso procuraba esa vieja puerta de madera carcomida, oscurecida y deteriorada por el paso de los años y el abandono.

La puerta suena con más intensidad, martillea las jambas. Romero se acerca hacia ella e intenta abrirla.

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Han pasado varias semanas y tanto policía local, nacional y guardia civil siguen sin tener indicio alguno que les conduzca a encontrar el paradero de Romero Villafaina.

 


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