Una fría mañana de invierno, sábado, pocos días después las Navidades. En misa de ocho, la hora preferida por la mayoría de los fieles parroquianos de aquella población extremeña, todos esperan con algo de inquietud, debido al extraño retraso. La aparición del cura Don Nemesio se hace esperar más de lo acostumbrado.

Cuando hace acto de presencia, sale de la sacristía con el rostro serio y cabizbajo. sube por las pequeñas escaleras en forma de caracol lo que le posiciona, hecho inusual, en el púlpito en lugar del altar.

Todos los allí presentes, en silencio, guardando el culto necesario esperan prestos con atención las palabras de Don Nemesio.

Transcurren unos minutos en los que el sacerdote escudriña a todos los asistentes sentados en los largos bancos de madera que a su vez observan al cura de mirada penetrante, rictus serio.

– Estoy muy triste, apesadumbrado…apenado a más no poder mis queridos feligreses…- Habla en voz alta, que al poco retumba entre los frescos que decoran paredes y techo de la fría iglesia.

– ¿Sabéis que somos el segundo pueblo de la comarca que más contagiados tiene? – Continúa mirando a todos, – Esto constituye una ofensa a los principios de Dios, como es la solidaridad del buen cristiano, ¡una blasfemia! – Dicho esto comienza un barrido visual de izquierda a derecha, de derecha a izquierda girando su cuello a gran velocidad, movimientos más propios de pájaro culebrero que de sacerdote de pueblo.

Todos los allí presentes comienzan a murmullar, inquietos por el inesperado enfado de Don Nemesio. Los murmullos son cada vez más ruidosos mientras el cura los observa serio, en silencio.

Al cabo de unos instantes todos los allí presentes se ponen en pie y gritan acaloradamente: ¡Cago en Dios tenemos que ser los primeros!


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