Amadeo le habló a sus más íntimos de la música que había compuesto.

-Estás loco “rambajo” – Le dijo su amigo Santos al conocer su creación.

-Ya estamos de faltas, “rambajo” lo será tú, no pasa nada y escuchémosla. Creo que está vez me he superado – le contestó mirando a todos con una sonrisa de oreja a oreja. Sandra, la única mujer de la camarilla de jóvenes rebeldes que se conocían desde la época en que cursaban educación primaria obligatoria, también mostraba una amplia sonrisa. Siempre admiró a Amadeo por su creatividad, y por no ser otro borrego más al que amaestrar.    

Se escondieron en una dependencia dentro del local donde la fiesta se celebraba. Una vez allí cerraron la puerta y aun así se podía escuchar los viejos y repasados temas musicales que tanto aburrían a Amadeo y sus amigos.

Todos encendieron sus todavía servibles tapones auditivos que se conectaban por la obsoleta tecnología bluetooth, ya que las modernas redes de conectividad habían sido controladas por los gobiernos debido a otro mandato de la CMNO, y solo se usaban con permiso y en zonas muy restrictivas. 

Una sonrisa apareció en todos los rostros de los jóvenes sentados en el suelo mientras bebían preparados energéticos de poca calidad. Felices al escuchar algo nuevo con ritmo y que había fabricado con esmero Amadeo, el más creativo del grupo.

-No está mal Mozart, al menos tiene ritmo y te hace vibrar – le dijo alzando la voz sin darse cuenta Santos a su amigo compositor.

En ese preciso momento de goce para los jóvenes, y cuando Sandra apenas llevaba bailando unos minutos, se abrió la puerta de aquella oscura habitación en la que se guardaban todo tipo de cosas inservibles y de poco valor: viejos instrumentos inservibles, piezas de automóviles y todo tipo de artículos para decoración.

Un guardia de seguridad interrumpió la fiesta privada y sacó su porra metálica cargada de electricidad con la finalidad de atizar al primero que pillase.

-¡Aquí está prohibido estar y bien lo sabéis hijos de mala madre! Gritó al acercarse a ellos con el ceño fruncido y alzando su arma electrificada.

Todos corrieron en dirección a la salida, esquivando al guardia como buenamente pudieron. Salvador, el más corpulento de aquellos muchachos, fue el único que recibió un golpe que no le dio de lleno, por lo que apenas sufrió una pequeña descarga eléctrica. Aulló, y fue el último en salir de la oscuridad hasta la salida del viejo local de fiesta en dirección a la Avenida Ramén 146, sabía que sus amigos también habrían cogido esa dirección.        

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A Raulito lo despertaron los mirlos que bailaban de rama en rama, justo debajo de la ventana de casa de sus abuelos, había siete cedros y dos pinos muy antiguos, más que la vida, como su abuelo solía decirle cuando pasaban junto a ellos.

Después de desayunar un rico cacao con leche y unas magdalenas que su abuela le había hecho esa misma mañana, se sentó junto a la vieja radio que tanto le gustaba. Debía ser de principio de los años sesenta, su abuelo nunca recordaba el año cuando la compró, pero sí que fue un regalo para su abuela a la que le gustaba escuchar las radionovelas que por esa época eran muy populares. Las mujeres, mientras hacían sus quehaceres, reían, lloraban o incluso vociferaban al escuchar aquellos dramones o comedias que tan bien interpretaban los actores del momento.  

Pero a Raulito lo que verdaderamente le gustaba escuchar era la música. Buscaba con ahínco moviendo la rueda del dial hasta que alguna melodía le convenciese.

No era raro verlo coger una de las agujas para hacer punto de cruz de su abuela, con las que conseguía hacer buenos jerseys de lana y bufandas de llamativos colores para el invierno.

Raulito movía la aguja de arriba abajo con gran entusiasmo, como si de un director de orquesta se tratase al escuchar a Vivaldi, Mozart o Schubert. Tenía especial predilección por Claude Debussy.

-“Pasmao”, baja a jugar que ya tenemos pelota, se ha comprado un balón de reglamento el Amancio, no veas como bota y lo duro que está, baja ya “atontao”, con la música esa de viejos “tol” día puesta- le gritó desde abajo su amigo Sebastián, el cabezorro le llamaban por su enorme mollera y su apelotonado pelo.

Raulito al verlo desde el balcón se apoyó en la vieja y oxidada barandilla empujando su cuerpo hacia arriba varias veces, dando saltos reía a carcajadas.

-¡Cabezorro modorro! Ahora bajo en cuanto me ponga las zapatillas – le gritó y repitió su apodo, que le seguía haciendo gracia después de tantas veces escucharlo a todos por el colegio.

Fueron todos los amigos a jugar a un descampado de tierra no muy lejos de la casa de sus abuelos. Con dos grandes piedras hacían las porterías y luego echaban a suertes quienes hacían las veces de arquero y formaban los equipos.

En pleno encuentro balompédico, Raulito recibió un fuerte balonazo en pleno rostro por no estar atento a la jugada, por estar embelesado, viendo como unos mozos subían un piano a un carro aparcado cerca del antiguo cuartel de la Guardia Civil, detrás de la portería imaginaria que daba al Norte.

Al acabar el partido de fútbol, los muchachos sudorosos y felices se despidieron para de nuevo volver  a sus hogares, a dar buena cuenta de la comida que sus madres les habían preparado. Todos menos Raulito, que se aproximó al carro con el piano amarrado en su interior. Se quedó durante varios minutos observando aquel instrumento que nunca antes había visto de cerca.

Se subió para poder tocarlo, una irrefrenable fuerza así se lo ordenó. Tuvo suerte de que los mozos de reparto se hallaban en el bar de Roberto, recobrando fuerzas antes de llevar el pequeño piano a su destino.

Levantó la tapa que guardaba las finas teclas blancas y negras de marfil. Tocó varias de ellas y su cuerpo se estremeció como nunca, en su cabeza apareció una nube de mullidos algodones que le produjo la mejor sensación de felicidad que jamás había tenido. Así lo recordaría y a todos contaría.


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