-¿Doctor qué es lo que me ocurre?- Le pregunto con voz atemorizada Adolfo Santibañez cuando eran las diez y treinta y cinco de la mañana del jueves doce de mayo.

-Si amigo Adolfo se lo diré sin más rodeos – le contestó su médico de toda la vida, el Doctor Manuel Gorfillo.

-Si por favor doctor, bájese ya de la “burriqueta” y dígame que me pasa, sabré encajar la noticia, no se preocupe, vaya al grano.

El médico se sentó de nuevo en su sillón, le gustaba, para evadirse de vez en cuando, montar en un antiguo potro de lomo de piel marrón, de los que usaban los jóvenes bachilleres para hacer gimnasia (ya muy oscurecido por el paso del tiempo y del uso), que se lo trajeron de un antiguo instituto. Su cuñado fue conserje escolar en el instituto de su barrio que cerró años atrás por falta de alumnos.

El médico de cabecera, con rostro serio, cogió un libro grueso y fijando la vista en él le dijo a Adolfo: Mire usted, mi querido Adolfo, creemos que padece una rara anomalía. Después de hacerle varias pruebas como usted ya sabe, y haber consultado con otros colegas de mi profesión, tanto ellos como yo, hemos determinado que tiene lo que se conoce por la enfermedad de Hugginsthon.

Adolfo al oír estas palabras miró a su médico con los ojos muy abiertos, su cara mostraba una mezcla entre asombro, incredulidad y desconcierto.

-¿Pero eso es grave doctor, Don Manuel tiene remedio? Preguntó aun más asustado Adolfo.

-De momento voy a administrarle unas pastillas, este tratamiento que debe usted seguir durante seis meses espero dé buen resultado. Pasado este tiempo, pida usted cita de nuevo para otra analítica, y entonces veremos los resultados y como progresa el asunto que nos concierne a usted y a mí, más usted que a mí – mientras explicaba a su paciente el tratamiento, el doctor Gorfillo se subía de nuevo a lomos de su potro de gimnasia, como un John Wayne de pueblo y pose perfecta de Sheriff con pipa en mano.

Un cariacontecido Adolfo salió con paso lento y dubitativo de la consulta, y marchó resignado por su mala suerte con destino a su casa, pensaba si contarle tan preocupante noticia a Engracia, su mujer.

Transcurrieron los seis meses. Adolfo, meticuloso con el tratamiento de tres pastillas al día antes de las comidas, solicitó cita para la extracción de sangre y la consiguiente analítica.

Ya de nuevo en la consulta del doctor Gorfillo, esperaba impaciente a que le comentase los resultados el galeno.

-Bien Adolfo, después de analizar detenidamente los resultados de la analítica compruebo que los niveles no han bajado y debemos sin más remedio que operar el hígado –  habló muy serio el doctor Gorfillo, mientras miraba a la pantalla de su ordenador, observaba con detenimiento los resultados de la analítica de su paciente.

-La cosa no pinta bien amigo Adolfo pero no se preocupe tenemos muy buenos profesionales para estas lides del corazón y el páncreas – continuó sin apartar la vista de su ordenador.

Desconcertado Adolfo le espetó: ¿Pero no dice usted que es el hígado lo que han de operarme?

-Efectivamente, una vez operado del riñón ya podrá usted disfrutar de su hígado, ya le digo que voy a encargarme personalmente de que le atiendan los mejores cirujanos de pulmones y corazón, y así podrá dejar de usar esas muletas tan molestas y poco operativas.

-¿Muletas? ¿Y cuánto tiempo van a tardar en llamarme, para darme cita para la operación? – Le preguntó un desconcertado Adolfo, al que sacaba el señor Gordillo de la consulta agarrándole del brazo mientras le continuaba hablando de las magníficas instalaciones y profesionales que había en la sanidad pública.

Justo un metro fuera de la consulta le llamó el doctor y le dijo: que se olvida usted las gafas de ver, amigo Adolfo.

-Si yo no uso gafas, deben ser de otra persona – contestó el atribulado paciente.

-Tome so despistado y vaya con Dios – le dijo el doctor con la vista fijada en la pantalla de su ordenador, mientras con la mano derecha extendida sujetaba una gafas con montura de pasta marrón y anchos cristales. Adolfo cogió las gafas y se marchó cabizbajo totalmente desconcertado y triste.

Pasaron más de tres años, cuando Adolfo recibió la llamada del hospital comarcal para darle cita para una operación de fimosis.

 


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