CAPÍTULO 9

Leandro se marchó de la Universidad a toda prisa, dio el aviso de que no se encontraba bien.

Salió presuroso en dirección a su casa, estaba tan asustado que olvidó su agenda y sus notas. Caminaba y miraba en todas direcciones, se iba tropezando con los transeúntes que su paso atropellaba. De disculpa en disculpa avanzaba por las calles, no veía el momento de llegar a su piso y refugiarse en él. Leandro se guardó en su chaqueta aquella nota, que misteriosamente apareció en su libro de la Republica de Platón.

En otra parte de la ciudad, no muy lejos de la Universidad privada en la que impartía sus clases de filosofía el avezado profesor. En el interior de una pequeña tienda de productos para el hogar y objetos de regalos, se encontraban Lidia y el dueño del establecimiento.

-Señor Bakri, piense si su hijo le habló en alguna ocasión de a dónde solía ir a reunirse con los amigos – preguntaba con insistencia la oficial de policía Garmendia, al padre de uno de los muchachos fallecidos en la clase de filosofía.

-No sé qué más decirle señora policía, ya dije todo lo que sabía, por favor déjeme trabajar tengo mucho que ordenar y colocar. Hable con Jamil, era unos de sus mejores amigos, ya se lo comenté a uno de sus compañeros – le contestó un esquivo señor Bakri, evitando a la mujer policía que le interrogaba con persistencia, miraba hacia otra parte buscando entre sus estanterías.

-Bien, deme la dirección de ese tal Jamil, y le dejo tranquilo señor Bakri. Perdone mi insistencia, quiero averiguar qué le ocurrió a su hijo – le dijo Garmendia mientras sujetaba con amabilidad el brazo izquierdo del padre del chico fallecido.

Lidia tuvo suerte, no esperaba encontrar en su domicilio a esas horas a Jamil, pero estaba de baja por un pequeño accidente laboral y consiguió hablar con él. Pudo obtener, no sin dificultad, la dirección de aquel piso ocupa en el que se reunían los jóvenes fallecidos. Después de tener que amenazarle de los problemas que tendría con la justicia sino colaboraba, le prometió a Jamil que su nombre se mantendría al margen en la investigación.

Lidia habló por teléfono con el inspector Márquez y le contó que tenía la dirección del aquel lugar, quedaron para ir juntos en el Café Real en el centro. Lidia tomó un expreso mientras esperaba a su superior impaciente. Tenía la corazonada de que en aquel piso ocupa habría algo que les serviría de ayuda en la investigación.

Márquez el superior de la oficial Lidia Garmendia no tardó en aparecer. Mientras su superior pedía un cortado Lidia le explicó cómo había conseguido la información.

Llegaron al barrio periférico donde se ubicaba el viejo edificio de gris fachada, locales cerrados y tapiados, ventanas rotas. La suciedad estaba por todas partes, un fuerte olor a orín hizo torcer el rostro de Lidia. Subieron por las escaleras de acceso a aquellas viviendas abandonadas que servía de lugar de reunión para jóvenes, drogadictos o indigentes que buscaban alejarse de las miradas del resto.

Los dos policía pudieron averiguar más tarde que el edificio estaba pendiente de su demolición, pero por temas burocráticos la fecha para ello estaba aun lejos de producirse.

Garmendia llamó varias veces a la puerta voz en grito – ¡abran policía! – exclamó con vehemencia.

Un joven de pelo rizado y tez oscura, ante la sorpresa de los dos policías abrió con brusquedad y salió corriendo escaleras abajo, atropelló al inspector, que en ese momento estaba frente a la puerta protegiendo a su compañera que se quedó tras él.

-¡Es él Márquez, es él! – gritó Lidia mientras intentaba levantar del suelo a su superior, que había dado con sus huesos en el frío suelo debido al empujón que el fugado le había propinado.

Lidia se percató de que el joven que se había salido huyendo a toda prisa escaleras abajo era el mismo que le había estado vigilando, y luego ella lo perdió entre el gentío cuando lo persiguió.

Corrieron tras el fugado pero no consiguieron atraparlo, el joven de aspecto árabe consiguió alcanzar su vehículo y se marchó a toda velocidad por la pequeña carretera que daba acceso a la urbanización en ruinas.

Otra vez se me vuelve a escapar, tenemos que dar con él, seguro que esconde algo sino no saldría huyendo ni se preocuparía en vigilarnos, ya no tengo ninguna duda de que los chicos fallecidos andaban metidos en algo oscuro – dijo una enfadada Lidia al inspector Márquez, con la mirada perdida en la carretera por la que se había marchado a toda velocidad el sospechoso.

Al volver a comisaria los dos policías vieron al profesor Leandro sentado en una silla junto a la mesa de trabajo de uno de sus compañeros, les estaba esperando.

Se levantó al verlos – por favor tengo que hablar con ustedes – les dijo muy nervioso el profesor de filosofía de la Universidad privada.

Se encaminaron hacia la sala de reuniones y a puerta cerrada se acomodaron los dos policías con Don Leandro.

Somos todo orejas Don Leandro – le dijo un sonriente inspector Márquez. Lidia seguía contrariada por habérsele escapado de nuevo su principal sospechoso, tenía la mirada ausente y no prestaba mucha atención al profesor que tenía justo sentado al frente, hasta que Leandro les enseñó la nota que apareció en su libro de Platón, y les habló de manera atropellada del misterioso sacerdote que le estaba acosando.

-Bueno, tranquilícese, la mayoría de estas situaciones al final acaban por resolverse de manera pacífica, sin que llegue la sangre al rio, no se preocupe. Si vuelve a ver a ese misterioso sacerdote de indumentaria “vintage” llámeme. De momento no sabemos qué intenciones puede tener y si guarda algún tipo de relación con este aviso – le dijo el inspector Márquez con voz serena, esperando calmar al todavía nervioso profesor.

-De acuerdo, de acuerdo, deme otra tarjeta suya creo que debo haber extraviado las que me dieron la vez anterior – les dijo el profesor un poco más calmado.

-Seguramente sea una broma de alguno de sus alumnos – intervino Lidia en la conversación.

Leandro salió de comisaría en dirección hacia su domicilio, caminaba pensativo. “Habrá sido el gamberro de Jaime, es muy dado a gastar bromas pesadas, pero esa nota…El tipo de papel, la tinta, la forma en que está escrita…No sé…”

Se adentró en una de las callejuelas poco iluminadas que le conducían a su piso y se percató de que alguien parecía que le estaba siguiendo, miró hacia atrás y vio la figura de un hombre, llevaba un sombrero pero no era tan grande como el del extraño sacerdote, llevaba un abrigo oscuro, no pudo ver su cara. Aceleró el paso para comprobar si realmente lo estaba siguiendo o eran figuraciones suyas.

Oyó que los pasos de su perseguidor también se aceleraban. En el silencio de la noche por las estrechas callejuelas Leandro corrió muy asustado hasta que consiguió llegar al portal de su edificio. Al llegar a su vivienda se asomó con precaución por el balcón pero no vio a nadie, su perseguidor había desaparecido.

-“Maldida sea mi suerte, creo que mi vida está en peligro. Voy a pagar por mis pecados” – pensó al sentarse en su sofá, muy asustado, el concienzudo profesor.

 


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