ANTONIO PALEANDRO ZAMBRANO (TONTO DEL CULO)

 El mayor tonto del culo nombrado por la Asociación Nacional Española para el cuidado del Imbécil fue Antonio Paleandro Zambrano. Así fue  reconocido en la cincuenta y seis reunión del Comité General y Junta de Sujeta Farolas de la mencionada asociación. Tan prestigioso galardón lo recogió su prima Serafina, al encontrarse Antonio indispuesto y no de cuerpo presente, debido a que no pudo salir a tiempo de una tubería en la que se introdujo buscando cucarachas.

Paseó orgulloso tan prestigioso galardón Antonio, que por aquellos tiempos se dedicaba al noble oficio de taxidermista, especializado en la disecación del cochino ibérico y la jineta cántabra, conjuntamente con sus labores de fontanería para edificios geriátricos.

La actividad por la que tuvo un mayor reconocimiento social fue la del voluntariado en sus tiempos de ocio en cuerpo presente y alma ausente. Antonio todo el dinero que ganaba lo destinaba para sufragar los interminables arreglos de su vieja casa heredada de su familia, comida, suministros y el resto se lo daba voluntariamente al primero que pasaba por la calle. Uno de estos transeúntes que un día recibió dinero, le propuso ser socio de una nueva empresa de fabricación de perchas sin gancho. Antonio, muy entusiasmado con el negocio que le propuso aquel desconocido, invirtió todos los ahorros de su vida. Aquella aventura empresarial fracasó meses después. Antonio arruinado tuvo que empeñar a su prima Serafina para poder salir a flote y asomar un poco la cabeza.

Los siguientes años fueron años duros, pasó necesidades, y dedicó gran parte de su  tiempo disecando cochinos, que los vendía a turistas neozelandeses en la Plaza Mayor, a escondidas tras las columnas, y a espaldas de la Administración, por no contar con los oportunos permisos legales para tal negocio. Un mal día y por un descuido, vendió un cochino que no había disecado por completo y le comió la mano a uno de los turistas que se interesó por su género. Este suceso fue el origen para que se acuñara la frase en el lenguaje popular “te coma la mano un guarro”.

No tuvo más remedio Antonio que vender su coche para poder pagar el seguro a terceros. Debido a este problema económico decidió circular en bicicleta por la ciudad, la que le sustrajo a un niño en la puerta de su colegio. Montar en bicicleta hizo que pensase en una nueva idea para recuperarse económicamente, decidió, por unanimidad con el mismo, dedicarse a la fontanería, oficio que ya conocía pues era a lo que siempre se había dedicado profesionalmente, apenas podía creer lo listo que había sido el muy imbécil.

Se anunció en periódicos, revistas, radio y televisión local, ofreciendo sus servicios profesionales como fontanero a domicilio.

Ejerciendo la sacrificada profesión de fontanero a domicilio, durante los siguientes años, Antonio se percató de que cada vez le costaba más trabajo agacharse y enseñar la raja del trasero. Los años no pasaban en balde, un buen día de otoño al tener que romper una pared de  ladrillos para comprobar una tubería, obstruida por pimientos picantes corrosivos, tuvo una fuerte lesión de espalda que días más tarde, cuando pudo incorporarse de la cama, trató de curársela inmovilizándose con vendas, escayolas y cemento, ayudado por un vecino chino, no se dieron cuenta que también inutilizaron sus brazos y Antonio no pudo comer durante semanas.

La gran desnutrición y el poco ortodoxo vendaje, le ocasionó importantes secuelas y granos en la espalda como bolas de billar.

Su salud maltrecha no le impidió, a pesar de encontrarse de baja médica, seguir haciendo algunas chapucillas a vecinos roñosos que le pagaban con bocadillos de caballa enlatada. Uno de los días de garnacha, en un despiste y también como consecuencia de su cansada vista cada vez más deteriorada por el paso de los años, guardó las brocas de su viejo y sucio taladro percutor en uno de los bocadillos de caballa que llevaba recolgando de su cuello, en lugar de guardarlas en su vieja y raída bolsa de tela, que siempre le acompañaba en todas sus faenas. Antonio ya desdentado y cada vez más deteriorado físicamente, tuvo que dejar de trabajar y pedir limosnas por las calles, porque con la pensión de invalidez que le concedieron, apenas tenía para pagar sus necesidades básicas y sus aportaciones voluntarias a todo el que pasaba por la calle.

Desgraciadamente Antonio apareció, meses después, muerto con la cabeza metida entre las barras de una barandilla de escalera.

 

 

 

 

 

 

 

 


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