
Homenaje al Gran Julio Luengo. Su historia de un zurullo
Uncategorized / 12 septiembre, 2019 / Mario GrageraLA HISTORIA DE MARY JEAN VON FLAUSTEN, DOS OBSERVADORES -UNO TACITURNO Y ENAMORADIZO, EL OTRO, ABURRIDO Y FISGÓN-, Y UN ZURULLO FLOTANTE
-I-
Mary Jean von Flausten siempre fue mujer de impulsos, inesperados, importunos y, en ocasiones, divertidos.
De familia acomodada, mitad británica mitad holandesa, gozaba en sus años maduros de un retiro a prueba de preocupaciones y quebrantos; si bien su natural disposición a cuidar de los suyos, le trajo algún que otro quebradero a su particular y muy cotidiana monotonía, hecha a la medida de las estaciones.
Mary Jean también era apasionada, a ratos salvaje y entregada cuando la persona, la situación o el lugar lo merecían. Y lo merecían siempre que Mary Jean tuviera la libertad de imaginarlos -persona, situación o lugar-, a su antojo. Y su antojo siempre fue su brújula emocional, con no pocos desengaños y decepciones que fue acumulando hasta hacer de ellos su íntima declaración de principios vitales por los que se regía su conducta, cada vez más extravagante y llamativa.
En los últimos tiempos, con la decadencia del discurso masculino y el auge del femenino, Mary Jean von Flausten adoptó una postura antipática para ambos: le gustaba su individualidad y la defendía con uñas y dientes fuera cual fuera el sexo del agresor o sus intenciones y motivos. Antes que mujer, era criatura y su tarea era siempre la de completar la creación. Única y excepcional, como siempre se sintió, Mary Jean no comprendía la naturaleza gregaria y abusiva del conjunto “mujeres” cuando lo más inspirador y creativo brota del individuo y de su capacidad para madurar entre sus congéneres, machos y hembras, apoyándose en ellos, superándolos o eliminándoles.
En cualquier caso, no era capaz de comprender Mary Jean tantas igualdades habiendo tantas y tan distinguidas diferencias que hacían del mundo humano y del animal, también, un escenario mágico y a veces perturbador con infinitas posibilidades y alternancias. Hoy era el momento de la mujer, el eón femenino, pero no de ella. Ella, Mary Jean von Flausten, quería algo más que tener el control y el poder. Quería entender.
Así, las mujeres cercanas a Mary Jean la calificaban de traidora a la causa o, simplemente, como es habitual en las mentes estrechas de todo signo y tiempo, de rara. Los hombres, por el contrario, no la calificaban en absoluto y se limitaban a intentar conquistarla por todos los medios que la naturaleza dispuso para ellos. Algunos, no muchos, lo lograron y lo gozaron pero con una sensación de “sed non satiata” que les dejaba cariacontecidos y maltrechos en su autoestima, ya de por sí, débil y claudicante. Otros, quizá demasiados, se desesperaban con las condiciones de Mary Jean, siempre románticas y georgianas y preferían la milonga y la descarada bravuconería de la mentira. Los demás, esa inmensa minoría, se enamoraban y le componían versos malos y lloricas.
Bella aún en su madurez, con esa clase de belleza alocada que tienen algunas personas menudas y nerviosas, Mary Jean von Flausten mantenía un largo y cálido romance con la Poesía, de cuyo abundante tesoro prefería los versos escogidos de los bardos ingleses lakistas, en especial los de William Wordsworth y su Oda a la Inmortalidad:
«Aunque el resplandor que
en otro tiempo fue tan brillante
hoy esté por siempre oculto a mis miradas».
Así la vi por primera y, algunas horas después, última vez, leyendo extasiada estos versos como lo hiciera Natalie Wood en la película de Elia Kazan, Esplendor en la hierba, declamándolos con voz suave, nítida, seductora y casi en un susurro, sentada sobre una toalla enorme y redonda y blanca frente a un mar en calma, a solas. Llevaba un triquini de colores vivaces, a tono con los azules del mar y del cielo y los cenicientos de la arena y las gaviotas que pasaban gárrulas y escandalosas en contraste con el sereno paisanaje de la mujer leyendo en la playa. Mary Jean estaba deslumbrante, feliz. Mary Jean estaba siendo ella misma. Mary Jean era libre, libre, libre al fin, con esa libertad que hace que el mundo sensible exponga todas sus artes y los seres sensibles las contemplen como un hallazgo, un hecho extraordinario o un obsequio. Mary Jean von Flausten era todo eso en un solo vistazo para un observador taciturno. Taciturno y enamoradizo.
-II-
La sinfonía oceánica fue adormeciendo a Mary Jean von Flausten; ola a ola, las que van y las que vienen, en rítmica marea, allá y acullá, más cerca o más lejos, espumosa y salvaje o clara y mansa como una caricia, fueron llevando a Mary Jean a un sueño lánguido. Durante unos instantes, se hizo la noche en el cuerpo de Mary Jean que parecía flotar, o más bien cabalgar a lomos de un corcel negro y lustroso, encabritado y fulgurante, que corría como alma que lleva el diablo hacia un imaginario acantilado.
No debió ser un sueño agradable después de todo; prueba de ello fueron los temblores y espasmos con que Mary Jean se movió, inquieta casi aterrada, durante su breve siesta de tarde. Despertó, pues, agitada, como el propio océano que la miraba. Con el pelo alborotado por las brisas de levante, recogió el libro que estaba leyendo y lo guardó en la bolsa playera con que vino, y se incorporó. Miró en derredor y se recompuso ante la mirada impertinente del taciturno y enamoradizo observador, a unos pocos pasos de donde Mary Jean estaba. Sonrió distante, quizá incómoda, se acinturó un pareo multicolor que le llegaba hasta los tobillos y se dispuso a dar un paseo sobre las inocuas aguas de la orilla que lamieron sus desacostumbrados pies con el descaro y vehemencia de inocentes salpicaduras.
Otro menos inocente la siguió a la prudente distancia que en una playa suele ser un metro escaso, con el disimulo de un actor de tercera.
«Aunque nada pueda hacer/volver la hora del esplendor en la hierba…», se podía oírla recitar, recordar los versos de Doble W, como ella lo llamaba en su intimidad, ahora violada por el contumaz oidor. Unos andarríos o correlimos o chorlitos se acercaron a remojarse tímidos y nerviosos, y Mary Jean carcajeó llevándose la mano derecha al pecho izquierdo, echándose hacia atrás y hacia delante en una convulsión musical cuya entera coreografía hizo las delicias de quien atento observaba, taciturno y enamoradizo hasta las trancas.
El cielo iba tiñéndose de rojos y naranjas, como el pecho de un pinzón vulgar, conservando sus eternos azules y los lejanos blancos de las nubes de paso. Mary Jean von Flausten seguía caminando dejando tras de sí las huellas que el observador taciturno y enamoradizo volvía a pisar como hacen, dicen, los felinos cuando cazan. “Pies pequeños”, se dijo a sí mismo, consciente de su gusto por las cosas pequeñas y bien encajadas, “con un empeine de concubina”…
De pronto, Mary Jean von Flausten se retorció y dobló el espinazo agarrándose de manos la barriga con fuerza y cruzando las piernas en una equis amorfa. Miró a un lado y a otro; miró y remiró y fijó su mirada en la línea del horizonte, tan perdido como parecía ella misma. En su rostro, el rictus de una sonrisa desmoronada, como la piedra de un cantil empujada por el peso de otra piedra mayor.
El observador, confuso y aturdido, con no poco disimulo se adentró en el mar para evitar la mirada torcida y penetrante y acusadora de Mary Jean, y ya a unos metros alejado, chapuzó sobre una ola perezosa. Mary Jean, mientras tanto, se había sentado sobre la arena mojada y oscurecida por miríadas de resacas; fruncido el ceño, los labios apretados, la cara enrojecida, Mary Jean parecía sufrir de un misterioso e imprevisto ataque de dolor de tripa. Lo confirmaba, según entendió el observador taciturno y todavía enamoradizo desde las aguas pandas y aún ribereñas, la forma en que Mary Jean se agarraba las piernas por las rodillas, ligeramente levantadas, en posición casi sedente y fetal.

Mary Jean von Flausten lo estaba pasando realmente mal…
El observador taciturno y enamoradizo, también.
Y un tercero que los observaba a ambos, más por ese aburrimiento característico de los que han pasado horas al sol, del agua al chiringuito, del chiringuito a la disputada sombrilla, de la disputada sombrilla al mar de nuevo, sin posible escapatoria, estaba completamente seguro de que Mary Jean von Flausten se estaba jiñando, en un apretón antológico que estas páginas, querido lector, recogen fielmente y con un respeto y consideración rara vez vistos en estos lances. Respeto, consideración y lástima.
-III-
Quizá debió decirse “fatal” en lugar de “fetal”, porque los acontecimientos que me dispongo a narrar, tercer observador en discordia para evitar malentendidos, fueron empujándose uno a uno como piezas de un dominó diabólico. Y con “empujar” quiero decir exactamente eso.
Mary Jean von Flausten, después de haber apretado cuanto pudo su delicado vientre lechoso, pareció asumir el desenlace con estoica entereza. Y como sucede en estos casos, según nos cuenta Platón del maestro Séneca en su Apología y en su Fedón, “quien conoce su verdad, se abstiene y la soporta”… hasta que no puede más, claro.
No obstante, Mary Jean tuvo una última idea escatológica: con la andorga relajada y contraída, gracias a los eficaces apretones previos, Mary Jean anduvo por el mar Mediterráneo –por si no hubo sido mencionado- hasta situarse a la altura de donde estaba haciendo el muerto el observador taciturno y enamoradizo, quien tuvo ocasión de verla acercarse con el rabillo del ojo amargamente revirada y a disgusto.
Con el pareo multicolor en la mano, pudo verse a Mary Jean, pudimos verla, el observador taciturno y yo, agacharse ligeramente para abrirse las braguitas y empezar a emitir unos sonidos aliviadores y aliviaderos, casi hipidos de alegría, inaudibles ante el gentío y su despreocupado murmullo de masa.
El mar estaba en calma chicha y achicharrado, caldoso como solo puedo estarlo el cocido después de hervir al sol durante horas. Desde la posición del observador taciturno y Mary Jean, a escasos metros, podía verse a la chiquillada remolonear ante las órdenes de sus respectivos padres (padre y madre, para evitar controversias), que ya recogían pertrechos de playa. Las gaviotas ya no estaban y el socorrista hacía tiempo que había abandonado su cátedra. Un perro triste ladraba en lontananza y la luz cenital del moribundo fénix iluminaba ya hastiado los barcos faenando.
El observador taciturno y un punto atormentado buceaba torpe para esconderse del intimidatorio e intermitente soslayo de Mary Jean von Flausten, ya en las últimas sacudidas de su bajo vientre. Su cara, la de Mary Jean, era todo un poema de versos sueltos hasta acabar en un glorioso quebrado libre de carga, un bordón quevedesco digno de una copla. La recién recuperada compostura de Mary Jean contrastaba con la pérdida total de firmeza del observador taciturno y compungido, que perdió pie y se hundió unos centímetros hasta la barbilla.
Mary Jean von Flausten introdujo el pareo unos segundos en el agua y pudo intuirse un movimiento de oscilación trasera, rápido y certero; luego apretujó el pareo mojado en un hatillo y empezó a salir, con la dignidad de una sirena, de las aguas mayores y se fue adonde estaba su enorme toalla redonda y su libro de poetas ingleses de los lagos. Allí se sentó ufana, dirigiéndole al océano una mirada agradecida y sentida, pedigüeña de perdones, y se puso a leer en voz alta, ante la ausencia de espectadores, estos versos inmaculados:
«Ella era un fantasma del deleite
cuando por vez primera la vi,
ante mis ojos resplandeciente:
una adorable aparición enviada;
para adornar un instante…»
El observador taciturno, con el semblante serio y apesadumbrado, ya en nada enamoradizo, asomó la cabeza y fue a darse de lleno con un extraño objeto flotante parecido a un tronquito abandonado a la deriva del intenso color, según la luz de antumbra, de un ala de cuervo.
Un zurullo oceánico sobresalía en la casi noche.

JULIO LUENGO
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