Decidí ausentarme del taller cuando le dije a nuestra monitora de trabajos manuales que no me encontraba bien del estómago y necesitaba ir al cuarto de aseo. Odiaba el día que nos mandaban a hacer cajones o estanterías con piezas viejas de madera.

Escuché a los fontaneros que vinieron a arreglar el inodoro que Sonia había desencajado del sitio el día que Agustín desapareció con la gobernanta sin dejar rastro, asunto que traía de cabeza a toda la policía del lugar.

– ¿Luis le metemos cemento o espuma de poliuretano para que agarre antes de sellarlo con silicona? –  dijo el más joven y delgado de los dos reparadores, algo encorvado con un mono azul y varios botes de productos de los que yo poco entiendo ni quiero entender.

– Mira que eres chapucero, anda deja que ya lo acabo yo de rematar – le contesta el más corpulento, que llevaba pantalones vaqueros y chaqueta de lana con manchas marrones y grises por todas partes.

Me acerqué despacio observando y con las manos atrás, como si fuese alguien al servicio de la casa de locos que va a supervisar los trabajos de reparación de cagaderos.

– ¿Cómo va la cosa, se deja o no se deja? – Les hablé con voz pausada y haciéndome el importante moviendo mis labios y oliendo mi bigote.

– Bueno ya parece que se va dejando – me contesta Luis – en un rato lo tenemos ya acabado eso sí que no se use en veinticuatro horas – añadió a continuación.

– Un trabajo fino por lo que puedo observar – dije mirando fijamente al váter recién repuesto en su lugar de maniobras – si es tan amable me da usted una tarjeta de visita, tengo ciertas averías domésticas que me gustaría solventar, si usted no tiene inconveniente en que contrate sus servicios – le dije algo más amigable.

– Claro hombre, ahí tiene mi teléfono, llame cuando quiera para eso estamos – me dijo a la par que me dio su tarjeta de visita color azul con las letras en blanco.

Les acompañé hasta la puerta y me despedí de ellos muy amablemente, justo en ese momento aparece Sonia tras de mí y les arrojó una piedra que le dio en la espalda a Luis. Sonia se ríe a carcajadas. Luis se le queda mirando y su ayudante le habló al oído.

Pude escuchar claramente como le decía “ya sabe usted que esto es un manicomio”. Yo no pude contener una media sonrisa que intenté ocultar.

– Esa tía está pirada jefe vámonos dijo el joven y desgarbado ayudante – que se dio la vuelta, camino hasta la salida donde se encuentra la puerta de hierro bien labrado que se cierra por las noches con una gran llave también de antiguo hierro.

– Pero tiene su aquel esa moza –  se escuchó a Luis sonriendo, sin poder dejar de mirar a la risueña de pelo castaño y rostro sonrojado.

Yo miré la tarjeta del arregla todo y estaba escrito en letras blancas sobre el fondo azul: Luis Serrano, reparaciones, pequeñas construcciones, instalaciones fontanería y electricidad.

Manuel, el veterano enfermero, nos llamó la atención para que entrásemos y nos acompañó de nuevo hasta el taller de trabajos y manualidades varias que tanto me divierten, sobre todo cuando son los demás los que las hacen mientras yo escribo en alguna libreta mis absurdos poemas que acabo tirándolos por encima del muro.

Es curioso como las rutinas te conducen a conocer detalles interesantes del asunto que nos tenía a muchos más alterados de lo normal, más viendo a policías y otros de chaquetas finas que no paraban de entrar y salir en estos últimos días tras el secuestro de la doña importante a manos de Agustín Sánchez el desaparecido.

Tenía yo la costumbre de limpiar la rejilla de ventilación de mi habitación, encima del zócalo de madera, junto al armario, de antiguo hierro oxidado, suciedad y alguna que otra telaraña solía encontrar al hacerlo. No me había percatado hasta ese momento que esos conductos de ventilación interna llevaban justo hasta el despacho de Doña Mercedes.

Como en una película de espías cotillas acerqué mi oreja todo lo que pude hasta hundir mi cara entre los hierros de la rejilla. Pude escuchar las huecas palabras que subían hasta mí.

Escuché varias voces solo distinguía la de Mercedes.

Una voz ronca le preguntaba por Agustín – hemos revisado todo su historial clínico y dentro de su anormalidad nunca había presentado una conducta violenta, lo que resulta un tanto extraño su comportamiento, según ustedes fue así: algo repentino, parece que él solo se fue auto incendiando por decirlo de alguna manera hasta coger por sorpresa a la señora directora de sanidad Doña Gertrudis Martínez y llevársela con tanta rapidez que nadie pudo hacer nada.

-Sí es lo que todos vimos, ya se lo hemos explicado a sus compañeros.

– Y desaparece por un largo y oscuro pasillo así sin más, y nadie sabe a dónde fueron, ni nadie fue tras ellos para intentar impedir el secuestro. ¿No le parece todo demasiado extraño? – oí de nuevo la voz ronca – hemos analizado las huellas de los vehículos y no hemos encontrado otras de algún otro coche, todas pertenecientes a vehículos del personal que viene a trabajar a este centro siquiátrico.

– No sé qué más puedo aportar señor comisario – escuché decir a Doña Mercedes.

Me dolía ya la cara de hundirla cada vez más entre el intrincado conjunto de hierros que formaban la vieja rejilla de ventilación.

– ¿Podemos hacerle una visita a la chica? Quizás pueda saber algo que nos ayude en este caso – le dijo otra voz.

– No creo que ahora sea buena idea, Margarita está excesivamente perturbada y con mucha medicación – le contestó Mercedes, la noté más nerviosa que antes y alzando la voz un poco más.

– ¿La chica? ¿Margarita? ¿De quién coño hablan ahora? – me pregunté.

Se abre en ese momento con brusquedad la puerta de mi habitación, y me doy un golpe con el armario a causa del respingo que me produce la incursión inesperada.

– Venía a hablar contigo, me dicen que te relacionabas con el tal Agustín más que el resto de turuletos de por aquí – la voz a mi espalda es la de Miguel, el policía rapado con su chaqueta de cuero y pantalones ajustados, el policía moderno, con gesto serio, agrio, y aliento a alcohol como pude comprobar al girarme y toparme con su cara a medio metro de mí.

– Me da la impresión que sabes más de lo que cuentas, y eso hace que mi paciencia se vaya agotando, y cuando eso pasa no soy tan simpático –  me dijo cerrando su puño derecho, gesto amenazador, no sé si premeditado.

-Yo no sé una mierda, ya conté lo que vi como todos… y no era mi novio – le dije sin pensar.

El policía sonrió, se acercó lentamente para cogerme de las solapas. Me temí que lo siguiente fuese un golpe en mi cara o un rodillazo en mis partes bajas a las que les tengo bastante aprecio y cuido mucho después de afeitarme.

 

 

 

 

 

 

 

 

 


No hay comentarios hasta ahora.

Deja una respuesta

Su dirección de correo electrónico no será publicada. El campo del sitio web es opcional.

COMENTARIOCOMENTARIO
Tu NombreTu Nombre
EmailEmail
WEBSITEWEBSITE