Nació en una pequeña población llamada Cojín de la Marquesa, de apenas mil cuatro habitantes al sur de Cantabria.

Poco a nada se conoce de los primeros años de nuestro protagonista.

Sí tomamos nota de lo que contó a medios de comunicación y otros menos medios, más bien bajos, años más tarde, Ana Gusarano, la frutera del barrio, cuatro casas tenía el barrio que le vio crecer. Parece ser que tuvo que huir a la edad de veinticuatro debido a que se llevó, en un descuido (tal y como se lo contó a su prima Eladia), los donativos que los invitados a su boda habían depositado en la cuenta bancaria, dejando embarazada a la casamentera compuesta y sin novio, luego descompuesta. La novia tuvo que solicitar un préstamo y al poco tiempo quedó arruinada y devorada por los intereses de demora.

Cándido pensó que la mejor manera de pasar desapercibido era la de vestir de uniforme, tras golpearse la cabeza con un extintor que colgaba de la pared en la residencia de ancianos que intentaba robar.

Se preparó concienzudamente las pruebas de acceso al cuerpo de bomberos. Después de veintisiete intentos, consiguió plaza fija en la población de Botijo del Guadiso. Fueron años en los que apagó tres fuegos en la playa, los pescadores por ello de mal agrado lo apedrearon con cierta animadversión.

Cambió la vida de nuestro personaje un hecho que ocurrió años más tarde, un arrebato inexplicable, que le condujo hacía el buen camino y enmendó la plana cuando en una visita a la capital, viendo un edificio en llamas, no se lo pensó y arriesgó su vida para rescatar del fuego a una señora mayor y a su loro Juan. La cámara al hombro de un trabajador de la televisión autonómica que pasaba por allí, y no por el otro lado, grabó tan heroico acto. Cándido saltó desde un balcón a otro entre llamaradas y humos. Después de varios y agónicos minutos consiguió subir hasta la terraza del edificio y una vez allí fueron rescatados por bomberos con una grúa móvil, artilugio articulado prestado por Grúas Carrasco que nos paga para que se haga mención.

Gracias a un amigo de la familia, que a su vez tenía buenas relaciones con el consistorio, Cándido, consiguió plaza en el honorable cuerpo de bomberos de la capital.

Fueros años de muchos fuegos los que vivió Cándido durante su estancia en la capital. Según manifestó años más tarde, en la revista el bombero se aplica con esmero y en la revista el fuego es traicionero, era rara la semana que no debía ir a sofocar llamas para salvar vidas de personas, animales y algún concejal.

 

 

Su tesón, el esmero en su trabajo y la preocupación por mejorar las condiciones laborales, le llevó a ser muy respetado por el gremio de zapateros remendones del barrio de los Boliches y por parte de sus superiores cuando estaban de cucuruca en los bares próximos al parque de bomberos y la academia para el adiestramiento de perros bomberos (edificio cercano).

Entre otros logros consiguió para todo el personal mejores uniformes y cascos que no fuesen de cartón, así como sustituir el botijo de emergencias por mangueras portátiles.

Volvió de nuevo a ser muy popular cuando consiguió salvar la vida de un suicida. La valentía de Cándido, y verse obligado por cuatro pensionistas que se percataron de que llevaba el uniforme de bombero, le movió a subir hasta la vivienda, en el quinto piso, de un viejo edificio situado en el barrio de Horteradas en la capital. En un principio se asomó cucamente por una de las ventanas con la finalidad de convencer al suicida para que no se arrojase al vacío. Las imágenes de televisión que dieron la vuelta al mundo varias veces, en Canarias con retraso de una hora, mostraron a Cándido atado con su cinturón a la puerta acristalada del pequeño balcón caminado por la cornisa para sujetar al joven por el cuello y la entrepierna (la conocida maniobra Ghersling de inmovilización) y así salvarle la vida. Luego se pudo saber por la declaración del joven ante la policía que: “Me equivoqué de puerta al buscar el váter estando de fiesta en un piso de unos amigos a los que no conocía de nada”.

Cándido fue nombrado subteniente del teniente al mando de cuatro seccionarios, así como encargado de organizar el mus de cada tarde.

Cincuenta y seis fuegos más tarde, ascendió a teniente brigadier luego descendió a teniente a secas por mala conducta pasajera debido a desacertadas ingestas de vino.

Fue condecorado con la medalla de plata al mérito bomberil por el capitán Gabriel Recuesco, que por error la enganchó a su uniforme ya que veía menos que un cerdo de porcelana marroquí. Cándido le dio siete mil pesetas al compañero que debía obtener tal honor para que se callase.

Años de adulador por conseguir trato de favores, arrimado a políticos y otros impresentables encargados del parque de obras, consiguieron que Cándido llegase a ser el mano derecha y parte de la izquierda del subdirector de Bomberos de Madrid en la división de normalización y decisiones técnicas de la Jefatura del Cuerpo.

Días después el médico de familia de otro le dio el parte de baja por quemarse las uñas en una barbacoa en casa de su prima Eladia, que años atrás había mudado su residencia a la capital tras nupcias con el hijo de un adinerado industrial. No pudo soportar tantos días de inactividad (cinco días le dieron de baja) y de nuevo eligió el mal camino: la bebida de garrafa y entró por la puerta ancha en el mundo de las apuestas ilegales, lucha de gallos con gorullos, especie muy brava y agresiva.

 

 

Un mal día de apuestas, ebrio y amorrado a causa del mal vino garrafero, hizo que cayese en el foso de lucha galleril. Los agresivos animales le picaron la cabeza, uno de los gallos luchadores le arrancó un trozo de nariz y el otro le agujereó la oreja, de la que ahora cuelga un zarcillo para tapar el hueco.

Gracias a sus buenas relaciones con el consejero de sanidad obtuvo una incapacidad permanente y actualmente vive del cuento harto de vino.

 

 

 


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