La vida de José María Pedral cambió uno de esos días que te levantas sin darte cuenta, que te vistes sin darte cuenta tras una ducha caliente, todos esos actos que se repiten los días entre las semanas y te conducen a una oficina a trabajar entre papeles, delante de una pantalla de ordenador que agota poco a poco una vista, ya cansada, después de tantos años sufriéndola.

A las doce y cuarto de la mañana una llamada lo cambió todo.

La vecina, que asustada y teniendo llaves para este tipo de emergencias, encontró a Dolores tirada en el suelo inconsciente.

Llamó varias veces – según explicó a todos, vecinos y curiosos que allí se congregaron hasta que la ambulancia hizo acto de presencia – para pedirle un poco de pimienta roja para terminar un guiso que estaba preparando a su familia. Le extrañó que no le abriese sabiendo que a esas horas solía estar en casa. La cuarta vez que llamó al timbre pudo oír un quejido tras la puerta, eso la asustó, y la vecina corrió hacia el cajón del mueble que tenía dispuesto en la entrada de su vivienda en busca de las llaves de abrían la puerta de sus vecinos.

José María a toda velocidad puso destino al hospital. Llegó hasta la habitación donde habían acomodado a su mujer. Justo se habían marchado los enfermeros después de enchufarla a toda una seria de máquinas y goteros.

Su mujer estaba totalmente inconsciente no respondía a sus palabras, ni a sus caricias. Apretó con fuerza su mano y unas lágrimas se deslizaban por el rostro de José María, en una lenta caída, reflejaban dolor, incertidumbre… angustia.

Así pasó varios días. Los médicos seguían haciendo pruebas para determinar su estado de coma, aún no lo tenían del todo claro.

Tiempo después, determinaron que se trataba de una extraña anomalía cerebral provocada por una infección de origen desconocido para la que no tenían remedio.

José María pasó resignado varios meses. Su vida solitaria entre idas y venidas a  su casa, oficina y hospital se parecía más a la de un sonámbulo que un ser despierto… vivo.

Una mañana después de besar a su mujer que dormía en la cama de hospital para marchar a su trabajo Esther, amiga de ellos de toda la vida, lo llamó al teléfono y lo convenció para que le acompañase a una presentación de un libro de poesías. Se armó de ánimo y buena gana, después del trabajo, para asistir a aquella presentación.

Escuchó a varias personas leyendo poemas de la autora allí presente en silencio y con una amplia sonrisa. Una bonita música sonaba de fondo.

Acabado el acto decidió comprar uno de los libros que una joven con un negro pañuelo en la cabeza, de ojos muy oscuros, guardaba en una caja de cartón. A todos los que compraban el libro les regalaban una rosa. Llegado su turno para que le diese el libro, la mujer de tez oscura y mirada penetrante lo miró durante unos instantes, lo que incomodó a José María. Le colocó el libro encima de la mesa tras la que se sentaba, pero en lugar de obsequiarle con una rosa como a los demás le cogió de la mano y le puso sobre su palma un ramo de amapolas, le cerró la mano para que apretase bien los tallos que sostenían tan rojas flores. Jose María la miró extrañado y ella le correspondió con una leve sonrisa.

Algo desconcertado salió del edificio donde se había celebrado la presentación, no encontró a su amiga Esther y marchó a casa. Al llegar a su domicilio entró y dejó, sin prestar demasiada atención, el libro y las flores encima de la mesa del salón.

A la mañana siguiente despertó con el recuerdo de unas pisadas en la playa, la imagen de huellas en la arena. Esas huellas de pisadas junto a la orilla le evocaron muchos de los paseos que su padre y él, siendo joven, disfrutaban junto al mar.

Las imágenes en la mente se suceden unas tras otras, cadenas de pensamientos que te conducen a otros lugares de la memoria. De repente le vino a su cabeza las muchas veces que su padre le regaló flores a Dolores, compensación por haberse llevado a su marido de viaje en muchas ocasiones. Cada vez que Pedro, el padre de José María, tenía una ocurrencia para ver a posibles inversores para otro de sus disparatados negocios. Pedro sabía que a Dolores le encantaban las flores y de ese modo encontraba su perdón.

Acudió al hospital y colocó aquellas flores en la mesa junto a su mujer en coma. Cogió una de ellas y se la dio a oler a su dormida mujer. Pretendía de alguna manera que la enferma disfrutase de la fragancia de esa bonita flor.

Dolores comenzó a sonreír y el pulso se le aceleró, su marido pudo verlo en el monitor y al poco tiempo sus ojos se abrieron y unas lágrimas los hicieron brillar, a continuación, las mejillas de su esposa sonrojaron poco a poco. José María quedó mudo. Una enfermera que acaba de entrar en la habitación al ver la escena, sin mediar palabra alguna, se dio la vuelta y salió a toda prisa en busca del doctor.

Pasadas unas semanas los equipos médicos averiguaron que las amapolas que la extraña mujer le dio a José María procedían de Irán, una rara variedad, desprendían una sustancia que combatió de manera milagrosa el mal que había dejado en permanente sueño a Dolores.

 

 

 


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