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Bien me enseñó mi padre con palabras que muchas veces repitió con posterioridad y alevosía mirando por la ventana mientras anudaba el pañuelo a su cuello, presto a salir para atender cualquier asunto digno de escribir en la siguiente crónica del diario Hoy: «Nunca debas nada a nadie, ve siempre con la cabeza bien alta».
 
Lo cierto es que a día de hoy eso puedo decir tranquilamente que no debo a nadie, al contrario bien distinto es. Por no deber no debo ni a nuestros amables y generosos amigos banqueros.
 
También pude aprender a mantenerme en el centro del mundo, es lo más inteligente. Los extremos no llevan nunca a nada bueno.
 
Otra mejor enseñanza recibí, la de intentar no juzgar a nadie. ¿Quién soy yo para hacerlo? Yo que doblaba hasta las esquinas. Aunque a veces todos caemos en ese estúpido error, más si cabe cuando no conocemos las circunstancias y vida del sujeto objeto, diana de nuestros dardos.
 
Adolecemos de inteligencia emocional suficiente para no entender al otro, y fácilmente hacemos juicios de valor, dictamos sentencias como el más duro juez.
 
Otros ni conceden turno de réplica dado el caso, no importa… es mejor querer tener la razón. Cuanto mayor es el grado de imbecilidad, cuanto más cretino es el «juez»,más difícil resulta reconocer el error para no volverlo a hacer.
 
Vive y deja vivir, ya bastante complicado lo tiene el otro en su día a día de mil batallas como para soportar las miradas desconfiadas, comentarios culebreros del que mira por encima del hombro, y a su vez sólo sabe mirarse el ombligo y debería, mejor, introducirse un tapón de corcho por el agujero trasero.

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