Federico Trasmontes salió de su oficina bancaria, había llovido y el sol despertaba de nuevo – no era más tarde de un medio día cualquiera, sino viernes de primero de mes cerca de las tres – se dirigía al bar que siempre solía frecuentar acabada la semana, para reunirse con sus amigos de vinos y copas.

Federico caminaba distraído bajo las sombras de los castaños y las casuarinas de la Avenida de la Paz, pensaba qué tinto iba a degustar después de sentarse en el rincón preferido de la barra del bar, inmejorable lugar, a esas horas del viernes. De repente resbaló y cayó estrepitosamente al suelo, se golpeó la cabeza con violencia contra el embaldosado mojado.

Aturdido, tendido en el frío y húmedo suelo permaneció poco tiempo ya que un joven de pelo largo le ayudó a incorporarse con algo de dificultad, se encontraba bastante desorientado. El joven le preguntó por su estado mientras lo sujetaba con firmeza de ambos brazos.

Federico sintió un agradable calor en su cuerpo y otra no menos agradable sensación en su mente que parecía acomodarle entre nubes. Al poco tiempo el fuerte dolor de su cabeza remitió.

Emprendió camino, sin pensar, después despedirse del joven y darle las gracias amablemente. Miró al instante hacía atrás para volver a despedirse, con la mano en alto, pero había desaparecido la avenida estaba vacía, extraño a esas horas.

Aquel incidente, que acabó con un fuerte dolor de cabeza que desapareció antes de lo esperado y poco más daño físico que lamentar, condujo de menara distraída a Federico en dirección contraria, hacia su hogar, en lugar de caminar con destino a la barra del bar con el repetido propósito de beberse los vinos del viernes, mal comer de alguna que otra ración de la carta, y posteriores whiskies que acostumbraba apurar entre charlas anodinas a veces sin sentido. A vista y oídos de camarero de turno: palabras gastadas y estúpidas peroratas. Manidas bromas, muchas de mal gusto, que solían incomodar al resto de la clientela.

Cuando quiso darse cuenta estaba en el salón de casa y Laura, su mujer, lo miró extrañada, acostumbrada a resignarse con los viernes de parranda de su esposo. Costumbre de muchos años.

Federico sacó las llaves para dejarlas encima de la mesa y encontró un libro, no muy grande, en el bolsillo exterior derecho de su chaqueta azul oscuro. No entendía cómo había ido a parar allí. Federico hacía ya más de quince años, al menos, que no leía ni una sola página de cualquiera de los libros que adornaban el mobiliario del salón.

Se sentó junto a su mujer, le sujetó la mano sin mediar palabra alguna y abrió el libro que apareció en el bolsillo de su chaqueta. Comenzó a leer en voz alta la entretenida historia de aventuras, misterios y una enamorada, que sus páginas tan bien dibujaban en sus imaginarios. Su mujer apoyó la cabeza sobre el hombro de su marido mientras esbozaba una tierna sonrisa.

Bajó Mercedes las escaleras, cansada de repasar una y otra vez los temas para sus oposiciones, encerrada durante horas en su habitación situada en la parte de arriba de la casa de sus padres, y se encontró la escena. Se sentó frente a ellos en silencio con los ojos iluminados, brillos de felicidad.

Esperó a que su padre acabase uno de los capítulos para arrodillarse junto a ellos y abrazarlos a los dos. No recordaba una situación así desde la niñez.

Durante la cena el cabeza de familia les explicó lo ocurrido esa tarde, el encuentro tras la caída con el joven al que intentó describir con el mayor número de detalles que pudo recordar por si su hija lo conocía, para poder encontrarlo y agradecerle de nuevo su buena acción y devolverle el libro ya que supuso que debía haber sido él quien se lo puso en su chaqueta por algún motivo.

De repente le vino a la memoria de Federico otro detalle, un rasgo que le llamó la atención de aquel amable joven de pelo largo, una pequeña cicatriz en su labio superior.

Mercedes permaneció en silencio y cambió su rostro, se levantó apresurada y pasados unos minutos volvió a la mesa con un pequeño álbum de fotos que guardaba desde muchos años atrás en uno de los cajones de su cómoda.

Lo abrió delante de sus padres y les enseñó unas fotografías de un joven de pelo largo, delgado, en una de ellas vestía con ropa ajustada y sujetaba una vieja Vespino color granate.

– Se le parece bastante… es él – afirmó de inmediato a ver una de las fotos con mayor detenimiento. – ¿Quién es? – preguntó a su hija.

– No puede ser él papá, es imposible, Ángel murió hace años en un accidente de coche, cuando venía de la feria de Zafra de madrugada con dos amigos más que milagrosamente salvaron sus vidas. Fue mi primer novio, pero nunca os hablé de él por miedo a que no aprobaseis nuestra relación por ser muy jóvenes – dicho esto comenzó a llorar.

– ¿Estás seguro? – le musitó Laura a su marido al ver el disgusto de su hija, a la que se le había removido una tragedia que guardaba en su inconsciente y había despertado dolorosamente.

– Totalmente seguro – dijo mientras agarraba con firmeza las manos de su mujer y la de su hija.

 


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