Golpearon varias veces la puerta de mi habitación, me había quedado dormido el despertador que me regaló mi hermana no había sonado. Luego recordé que se lo cambié por una lata de cerveza a un señor que se acercó al muro que nos separa del mundo para preguntarme una dirección, no recuerdo si fue el jueves por la tarde mientras daba un paseo observando a las urracas, picoteaban un limón que escondían unas hojas secas.

Nos sentamos cada uno en su lugar habitual para recibir el estupendo desayuno del día café, unas tostadas más duras que la suela de mis zapatos y un poco de mermelada.

De repente apareció Mercedes Gil, nuestra jefa acompañada por una mujer de pelo rizado muy guapa, llevaba en su cara una amplia sonrisa que a mí me parecía daba más luz al salón, miré hacia atrás buscando las ventanas, el sol penetraba ya con fuerza aquella mañana más fría que días anteriores.

– Os presento a Carolina Sánchez es vuestra nueva compañera – nos dice intentando sonreír, sabemos que se pone muy nerviosa al presentar a un nuevo candidato para ser internado en esta casa de locos, espera una normal acogida por parte del resto de los desequilibrados mentales del loquero.

La seguí con la mirada mientras me metía el mango de madera de la pequeña cuchara en la nariz, la acomodaron en una mesa no muy lejos de la mía, la que compartía con Adolfo el astronauta – hoy marchaba a Ganimedes después del desayuno – pude leerlo en su pequeño cuaderno de notas.

Después del magnífico desayuno, los ejercicios físicos y respiratorios. La Educadora nos sentaba en el musgoso suelo verde de hierbas y hojas secas. Yo normalmente llevaba un cartón para mis posaderas en el bolsillo de la sudadera descolorida marrón y manchas negras que no venían de la fábrica textil, era producto de la mugre acumulada que no había lavadora que las eliminase; lo sé a ciencia cierta porque insistí tanto que la buena de Ángeles probó toda clase de detergentes y en varias lavadoras del cuartucho de máquinas.

Sentados en corro nos mirábamos unos a otros mientras Maria de las Mercedes mujer pequeña de pechos grandes nos hablaba de como equilibrarnos, cómo estar más tranquilo y huir de nuestras fobias y que sé yo que más mierdas de siquiatras, a las que normalmente no presto ni la más mínima atención pues ando sumido en toda clase de pensamientos. Pensaba yo en esos momentos en una señora mayor vestida de Batman escupiendo a toda la gente que se le acercaba a pedirle un autógrafo.

Carolina la mujer de la amplia sonrisa se acercó a mí.

– Hola… y ¿ahora que se puede hacer por aquí? Nos dan tiempo libre – me dice casi susurrando sin parar de sonreír.

– Pues yo suelo ir a ver a las urracas o jugar al escondite con los árboles – le contesto, había acabado la charla de la siquiatra. No me había dado cuenta al estar viajando con mis pensamientos, algo no poco frecuente.

– ¿Jugar al escondite con los arboles? – preguntó una extrañada Carolina.

– ¡Sí yo sé jugar a eso! – gritó acercándose Sonia, saltaba tirando piedras a diestro y siniestro.

Carolina y yo nos agachamos de inmediato para evitar alguna que otra pedrada en nuestras perturbadas cabezas.

– Nos escondemos esperando que los árboles nos encuentren y siempre les ganamos, ja,ja,ja, los muy tontos nunca nos encuentran, ja,ja,ja,ja – Continuaba vociferando y tirando piedras, esta vez al cielo intentando alcanzar a un negro y perdido estornino que volaba por encima de las copas de los frondosos fresnos.

– ¿Por qué estás aquí Carolina? –  sin pensarlo mucho me intereso por el motivo de su llegada.

– Bueno mi familia a través de los Servicio Sociales me buscaron este lugar. Ellos no tienen dinero para pagarme un centro siquiátrico privado, el adecuado para mi problema que está en Estados Unidos y esto lo paga el gobierno regional no nos queda otra.

– Siempre estás sonriente eso es bonito, no te veo nada anormal – le digo yo intentando exhibir mi mejor sonrisa y subir mis cejas hasta arrugar mi frente como un feo gorila africano.

– Mis dientes guardan mi miedo – me dice escondiendo la mirada entre la sombra de los pinos que rodeaban nuestro distraído paseo, mientras Sonia se encamina hacia su habitación la sujetaba Manuel del brazo para que no se agachase a por más piedras.

Nos acercamos al muro que nos separa del exterior y en ese momento circulaba un camión por el camino que conducía hasta el pueblo, la música que sonaba en el interior de la cabina debió gustarle a Carolina porque de repente comenzó a bailar durante unos minutos sin dejar de sonreír y acariciando el aire con sus manos.

– Me encanta Michael Jackson – exclamó mirando al cielo y a continuación alzó su mano apuntando a las nubes que casi ocultaban el Sol.

Me resultaba distinta y pensé en sus palabras: “mis dientes guardan mi miedo”.

El día transcurrió con normal tranquilidad, rutinas y medicación, hasta que nos invitaron a encaminarnos hasta nuestras habitaciones para el descanso de nuestros cuerpos de chiflados.

Me tomé la pastilla para conciliar mejor el sueño y me introduje en la cama y después de pelearme durante varios minutos con las sábanas y mantas pude encontrar una buena postura para abrir de nuevo la puerta a mis pensamientos hasta que ellos me llevasen al camino del sueño.

Una hora más tarde un extraño ruido sonó por los pasillos era como un susurro cada vez más intenso. Al principio pensé que era producto del interior de mi cabeza, pero luego pude comprobar que alguno de los otros huéspedes de nuestro hotel de majaras salía de sus habitaciones y los escuchaba, preguntaban qué era lo que estaba ocurriendo, de dónde procedía ese susurro intenso y estremecedor que terminaba por poner los pelos de punta.

Al poco, los gritos y algunos corriendo por los pasillos obligaron a los enfermeros del turno de noche a poner orden e intentar calmar los ánimos.

 


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