Parecía que la primavera entraba en el calendario sin avisar. Cuando el invierno debía seguir asomando por las ventanas lo que realmente penetraba por la vetustas y despintadas ventanas de San Genaro, casa de trastornados mentales, era una luminosidad y un tiempo agradable.

Sonia asomaba la cabeza muy temprano para admirar el sol que ya alumbraba con fuerza el jardín de limoneros, alguna encina, abedules y plataneros. No era habitual en ella, le gustaba ser dormilona, rara era la vez que alguno de los cuidadores no se veía en la obligación de aporrear la puerta con fuerza para que bajase a tomar el desayuno en el salón principal y cumplir así con el horario establecido, para luego salir al jardín de la parte trasera a realizar los ejercicios físicos para “mantener equilibrio y tonificar músculos” frase repetida hasta la saciedad por Mercedes la directora de aquel centro de sanación, financiado en gran parte por las adineradas familias que decidían mantener en clausura a sus ovejas negras para que no estorbasen en muchas ocasiones y en otros casos mejorasen de sus trastornos o desequilibrios.

Yo también decido asomar la nariz por la ventana y encuentro el aire que respiro más cálido de lo esperado, veo bajo mi ventana a Agustín golpeando una lata de refresco abollada mientras simula, como era habitual, que echa humos por la boca tras chupar su “pipa” que no era otra cosa que una rama tallada de un viejo cedro.

Manolo, uno de los cuidadores me miraba cansado, otra vez me había decidido por tirar todos mis calzoncillos por el pasillo, actos de rebeldía que hacía sin pensar por las noches en el silencio de la noche cuando todos suelen estar dormidos. Se los ofreció con una ligera sonrisa a Ángeles para que los llevase a la lavandería, como otras tantas veces, y ella con cara de resignación los sostuvo como buenamente pudo intentando no dejar ninguno por el camino hasta que los dejase caer un carrito de tela para el transporte de la ropa de cama sucia.

Mercedes era del gusto de estar presente, siempre que sus otros quehaceres así se lo permitiesen, junto con la educadora encargada de que todos aquellos personajes ciertamente problemáticos con sus diversas dolencias y trastornos realizasen sus rutinarios ejercicios de mañana tras el desayuno.

– Señorita Sonia Leal, deje ya de dar patadas a las piedras y céntrese en los ejercicios, siga el ritmo de los demás compañeros por favor – con voz firme y mirada gruesa Vitoriana Martín, la educadora, llamaba la atención de una díscola residente.

La directora no apartaba la vista desde ese momento para imponer respeto al resto y ningún otro se saliese del plan de ejercicios del día.

Al poco tiempo, en las últimas filas de residentes en plenos ejercicios, se ve la figura torcida de Agustín bebiendo de un botijo de barro, nadie supo de dónde lo había sacado… al poco se partió en varios trozos a causa de una certero pedrada.

– Señorita Leal deme usted el tirachinas que esconde en el bolsillo del chándal, ya estamos con las mismas gracias y estupideces de otra veces, sepa usted que en esta ocasión ha podido usted hacer daño al bueno de Agustín.

En ese momento Agustín sacó su trozo de palo y comenzó a chuparlo para después hacer como que echa humo haciendo círculos en el aire y metiendo su dedo índice en el interior de esos círculos, solo son visibles en su imaginario. – ¡Qué susto coño! Me tengo que tranquilizar y para eso voy a echar humo, que relaja,relaja…relaja…uuuuuffff, uuuuufff… – hablaba en voz baja Agustín tras el estropicio y chupaba su palo pipa de cedro.

Yo entre tanto y con las atenciones puestas en este altercado aprovecho para beberme un poco de ginebra de la petaca que robé a aquel vendedor de enciclopedias y que a escondidas guardaba en el bolsillo de mi camisa de cuadros de franela que también se acomodaba en el interior de la cintura de mi pantalón de chándal verde militar y rayas amarillas en sus laterales.

No tardé mucho en cantar poemas de Quevedo desafinando como el aullar de un perro con la cola pisoteada.

Los otros diecisiete residentes comenzaron a bailar y gritar al verme con las manos alzadas aullando y saltando a la pata coja.

Mercedes sacó su silbato y sopló con fuerzas para que los enfermeros del turno de mañana acudieran para poner en cintura al descarriado rebaño de trastornados. Manuel Redondo a la cabeza se encaminó hacia el patio exterior junto al resto de sus compañeros para poner orden y filas, y así conseguir tranquilizar y llevar al interior del edificio a todos aquellos perturbados y alterados residentes.

Asomada, en la ventana grande de la lavandería en la primera planta del viejo edificio rodeada de grandes y verdes trepadoras que cubría parte de la fachada María Ángeles sonreía al ver el desfile que iba entrando en dirección al salón principal, sabía que los sentarían a cada uno en su lugar correspondiente y se adelantaría la hora de la comida para evitar más altercados. Buscó su delantal y se lo colocó con paciencia mordiéndose el labio inferior mientras pensaba en las siguientes tareas, está vez en la cocina.

Yo entré de los últimos y uno de mis pies se torció, algo a lo que estaba muy acostumbrado a causa de mis estropeados tobillos, que tantas veces me lesioné en mi época de jugador de baloncesto. Caí al suelo, y en la caída acabé mordiendo uno de los respaldos de la silla que tenía delante, a continuación silla y yo rodamos unos metros hasta llegar a los pies de la Señora Directora que en esos momentos estaba contando a todos los presentes para no dejar a nadie atrás. Al notar mi cuerpo rodando brincó, más por el susto que un intento de esquivar nuestra presencia, la de un hombre abrazado a una silla dando vueltas por el frio suelo de mármol.

-¡Santa paciencia una ha de tener una, Señor que hacemos con este desnaturalizado, de mente ingobernable! – Gritó desesperada la Señora Gil…

-Perdone usted señora Presidenta de este nuestro amado club de desequilibrados y saltibanquis dementes – no se volverá a repetir le digo con ojos torneados a la par que acariciaba con mi dedo índice su zapato marrón y hebilla gorda.


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