Me asomé al pasillo debido a las carcajadas que estuve escuchando durante un rato. Tiempo que estaba dedicando a escribir poemas sin seso ni sexo, siguiendo al título ocurrencia de mi queridísimo amigo Julio luengo, poeta, escritor intimista, corrector, traductor y todo lo que acaba en or, ¡qué horror!

Allí estaba Sonia de rodillas, risas ostentosas, con la quijada descolocada viendo al pobre Raúl objetivo de sus muchas burlas y pesadas bromas. En esta ocasión lo había convencido para que se colocase unas bragas que a buen seguro y conociendo a la loca bromista habrían sacado del cesto de la ropa sucia. A modo de bozal Raúl lo llevaba como mascarilla para prevenir la entrada de virus en su organismo por lo que pude deducir.

– Sonia esto no huele bien, pero si me salva de coger alguna enfermedad no me quedará más remedio, ¡cago en las putas bacterias! – habló el majara de Raúl mirando a todas partes, parecía buscar algo.

– ¡Te queda muy elegante y es un buen aislante!  – entre carcajadas le contestó la bromista tarambana y desalineada mental.

– Manolo pon un poco de orden por aquí, Señor dame un poco más de paciencia – oí decir a Mercedes que subió para ver que ocurría, luego giró varias veces antes de marchar en dirección contraria, aquel gesto despertó mi radar de detective y decidí seguirla. Me percaté que llevaba mis pantalones anchos de cuadros negros y rojos no era lo más discreto para aquel cometido, pero no había tiempo que perder en cambios de indumentaria.

Antes que subiese Manuel, el eficiente y veterano cuidador a meternos en cintura me apresuré a seguir a nuestra directora, que caminaba con cortos pasos y más aprisa de lo habitual, por esos oscuros pasillos de piso marmoleado tan recorridos y gastados.

La vi caminar en dirección al ala opuesta a la que solíamos habitar todos los reclusos majaras. Aquella zona estaba normalmente cerrada por una gran puerta de madera antigua que ella abrió con una de las llaves que sacó de su chaqueta, un gran manojo de grandes llaves propias de esas viejas cerraduras.

Debido a mis grandes dotes de espía y seguidor sigiloso no se dio cuenta de mi presencia a sus espaldas, confiada dejó la puerta entre abierta. Unos instantes después asomé mi bigote y miré desconfiado. Mercedes caminaba por el pasillo hasta que se detuvo frente a una puerta entre otras dos más anchas.

Llamó suavemente, dio tres golpes secos y rápidos y la puerta se abrió Alguien habitaba en el interior de esa estancia para mí desconocida hasta ese momento, mi curiosidad iba en aumento por lo que decidí acercarme todo lo que pude sin ser visto y me escondí tras uno de los grandes pilares que se levantaban a ambos lados, apoyados en las paredes del pasillo.

Me acerqué sin pensar, mi curiosidad mandaba más que mi prudencia y apoyé mi oreja para poder escuchar lo que se hablaba tras la puerta, Mercedes y la desconocida que habitaba en aquella zona que todos pensábamos estaba cerrada y en desuso.

– Ya les dije que no te molestasen que de poco les iba a servir hablar contigo, pero no te preocupes me han dicho que será poco tiempo, intenta estar tranquila y contesta a lo que te pregunten, ¿tomaste tus medicinas?

– Sí, ya pasó la doctora esta mañana me ha dicho que me ve algo mejor.

– Me alegro mucho – le dijo Mercedes y luego se hizo el silencio.

La otra voz que no reconocía sí que parecía de una joven mujer. Debía tratarse de la mujer de la que hablaban el otro día los policías y Mercedes, la mujer misteriosa, Margarita.

– “¿Por qué motivo la tendrían escondida en esta parte del caserón?” – me preguntaba mientras despegaba la oreja de la puerta, me di la vuelta en dirección hacia la puerta grande color verde oliva a falta de alguna buena mano de pintura,  que comunicaba con la otra ala de la casa, zona en la que debía estar.

Antes de llegar a la vetusta puerta oigo la voz de Manolo y pude ver abriendo un poco que venía hacia a mí, acompañado por el comisario y el chulo de la chaqueta de cuero y pelo rapado.

– Por aquí comisario – le indicó Manuel amablemente abriendo la puerta

– ¿Herrero que hace? – se gira el comisario hacia su ayudante que está detenido mirando por la ventana con curiosidad.

– Observo a las urracas, curiosos pájaros – argumenta el rapado policía si apartar la mirada del cristal.

– Venga que no tenemos todo el tiempo del mundo – el comisario se impacienta.

 

 

Al oírles y tras unos segundos en los que parezco una momia petrificada por los nervios marcho sigiloso y aprisa. No debían verme o mis días como espía habrían terminado, me tendrían vigilado a todas horas como ya ocurrió otras veces debido a mis salidas por caminos no adecuados para la normal conducta que esperan médicos y cuidadores.

Gracias a la curiosidad del policía conseguí algo más de tiempo, el justo para salir de allí y abrir una de las abandonadas habitaciones en las que esconderme. Cerré con cuidado con la esperanza de que no me hubiesen visto y permanecí tembloroso apoyado tras la puerta. El miedo me paralizó hasta el bigote, oía como se acercaban hasta mi escondrijo.

 


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